Cuando el fútbol nos pone a prueba: Juguemos en el bosque

Kurt Lutman

Rosario, Argentina.- “Se prueban chicos categoría 2006/5/4/3/2”. El afiche pegado en la puerta del club no sorprende y, por el contrario, entusiasma. Las pruebas que se realizan en los clubes infantiles son cada vez más y la mayoría están atravesadas por una dinámica que vale la pena observar.

En una “prueba de jugadores” (niños) no hay “tiempo”. En una prueba -que consiste en un partido de 30 ó 40 minutos- el niño debe:

Entregarse al juego de manera relajada para así poder desplegar todas las habilidades y conocimientos.

Construir lazos inmediatos con sus compañeros desconocidos para poder poten-ciarse como equipo.

Aprender seis nombres más en tres minutos ya que un juego colectivo sin comunicación es inviable.

Desplegar en cuarenta minutos toda su destreza individual y colectiva, con el mar-co descrito anteriormente y con esas con-diciones lúdicas.

Lograr el único objetivo que está insta-lado, que es ser parte de los poquitos que estarán dentro. Sobresalir para así perte-necer y no ser rechazados, no ser exclui-dos del futuro equipo y de la institución.

A este clima lúdico se los somete a los niños en esta época del año (ene-ro/febrero). Se trata de nuchachos de en-tre seis y diez años, y sobre estas pruebas existe la creencia de que se definirá parte de su carrera y o futuro.

Metamos la cuchara en las exigencias de los cinco puntos desarrollados arriba:

Es imposible entrar relajado a un juego en el que no se conoce a nadie, te llaman por el apellido y tienes 40 minutos para demostrarle a alguien, que tampoco cono-cés, que eres “valioso” y mereces ser in-cluido.

Al ser un juego de equipo es vital, para desplegarte individualmente, apoyarte en la confianza y el afecto de tus compañe-ros. Esta ingeniería lleva “tiempo”. En estos espacios existe la urgencia, no EL TIEMPO, todos son desconocidos y el es-tado anímico del chico no es contemplado.

A contratiempo el niño tratará de regis-trar a sus compañeros de alguna forma. Aprender los nombres es una de ellas, aunque imposible debido a que sólo ha convivido durante 150 segundos que fue el tiempo que demandó reunirlos, enunciar sus nombres y apellidos en voz alta y darles las pecheras para distinguirlos en dos equipos. Pecheras que ni siquiera están numeradas, lo que impiden encima poder decirle: “Tocá 5”.

En ese barullo anímico el silbato da la orden de que empiece el partido/prueba. El niño se siente desconocido y descono-ce al resto. Al correr en exceso y desco-ordinado del resto, y sumado a la incomo-didad del marco de juego, se llena de ácido láctico. Este líquido que segrega el cuerpo ante situaciones de presión y estrés hacen que las piernas no respon-dan como deben. La cuenta regresiva de 40 minutos aprieta, si el niño se equivoca en alguna jugada su ánimo disminuirá y el resto de los desconocidos, que usan su misma pechera, no podrán hacerse cargo de inflarlo, sostenerlo y apuntalarlo ya que la trama del juego es sobresalir por sobre el resto.

Al término de la práctica el niño es lle-vado a un costadito para que le devuelvan la prueba “corregida”. La sabiduría encar-nada en el Zoquete con silbato dará el veredicto. Adentro o afuera. Ser parte o quedar excluido. Eres valioso o no. El crimen culmina cuando el niño luego de haber vivenciado el episodio…lo cree. El crimen empezó cuando los padres del niño lo creyeron.

CREER Y REVENTAR

De esta lógica perversa es imposible escapar como padres. Todos los que lleva-mos a nuestro hijos a una prueba de juga-dores “creemos” en el adentro o afuera. Todos vamos a querer que nuestro hijo sea aceptado y pertenezca, y esta alegría des-bordante hará invisible al resto de los gurises y su tristeza.

A la generación de quienes hoy somos padres se nos fogueó en esta creencia. De la dictadura para acá ése fue el código y el lenguaje. Adentro o afuera. Hay lugar sólo para pocos. Triunfas o eres un fracasado.

Acompaño a mi hijo hasta la puerta del club y llegamos obedientes 5 minutos an-tes de la hora acordada. Entramos de la mano y de golpe sin buscarlo me cae una ficha que viene atada de angustia. Parpa-deo y me siento un inbécil. A la creencia ya la tengo adentro hasta el cogote y en ese momento llaman a mi hijo para anotarlo antes de la prueba de jugadores. Él sale corriendo y siento que se me escapa de las manos. El órgano más sensible del hombre es el hijo, diría Fontanarrosa.

A la vuelta, ya en casa, giro y lo veo ju-gando distraído a otra cosa. Agradezco a Dios que se haya olvidado (¿se habrá olvi-dado?) de las dos horas que pasó hace un ratito. No quedó en el equipo. No fue ele-gido. Afuera. Consideraron que no era lo suficientemente valioso.

Otra ficha cae y me sacude. Entiendo que estuve “preso” de esta creencia llena de inmundicia durante toda mi vida y se la convidé a la persona que más amo en el mundo.

Se la expliqué para que la crea. Se la mastiqué para que la coma.

Le hablé de fútbol, de estrategias y for-mas, sabiendo que lo iban a evaluar, le hablé de sacrificio y que no pare de correr ya que a los que eligen en las pruebas eso les gusta. Todo ese tiempo de charlas, demostraciones y enseñanzas culminó en algo terrible…mi hijo me creyó.

Aturdido, me propongo que ahora em-piece “mi” prueba y esto me calma.

Ahora juego yo. Armar nuevas creen-cias. Romperme para re armarme.

Pongo la pava y no sé por qué pero ca-mino hasta el estante de papeles. Abro en la mitad un cuaderno viejo de anotaciones y me topo con una frase escrita en lápiz hace años: “La búsqueda de la libertad, mi amigo, es declararse la guerra…”. (Casta-neda).

Artículo publicado en la edición 135 del periódico El Eslabón.

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