[Ramiro H. Loza]

Autoridades en proselitismo electoral


En las campañas de los procesos electorales a los que se convoca frecuentemente en estos últimos años, sobrecoge la conciencia ciudadana la intervención directa de autoridades y funcionarios de los organismos públicos, actitud con la que violan el principio democrático fundamental de no intervenir a favor o en contra de candidaturas y partidos o en uno u otro sentido en comicios como el referendo próximo.

Es innegable que el comportamiento de los gobernantes ejerce influjo en la sociedad, al punto de promover hábitos de imitación, particularmente en determinados sectores, pero al mismo tiempo demeritan la imagen de rectitud e imparcialidad que debe acompañar a dignatarios y funcionarios como la sombra al cuerpo. Si se apartan de esta línea de conducta se condenan a perder la confianza de los ciudadanos que dejando de mirarlos como autoridades, los ven sólo como agentes políticos. Un gobernante se debe a toda la sociedad y no sólo a una facción.

Estas prácticas empiezan desde el presidente y vicepresidente del Estado Plurinacional para abajo, de manera que se cumple aquello de que “si el jefe se va a los toros, vayámonos todos”. A ambos los tiene muy ocupados abogar por su re-re-reelección, con la agravante de que su demanda se ha despojado del decoro de repostularse sin renunciar previamente, aunque para habilitarse fuese por tiempo limitado, condición sin embargo obligatoria para otros niveles de la Administración. Es el caso de gobernadores, alcaldes y, selectivamente, los miembros del Órgano Legislativo como se ha visto.

El respeto al principio de la abstención en campañas proselitistas de quienes ostentan autoridad, forma parte de la tradición jurídica y ética latinoamericana junto al asilo político, a la facultad de reconocimiento o no de gobiernos surgidos de golpes de Estado, etc. Por ello carecen de validez las argumentaciones relativas al prorroguismo que pueda admitirse en otras regiones del planeta. Fuerza es reconocer a los gobiernos anteriores al Estado Plurinacional, su escrupulosa abstención en los procesos electorales, en claro contraste con el presente convite, antítesis de la ética.

Como una cortina de humo se ha inventado el subterfugio de que los servidores públicos, in genere, pueden realizar campaña fuera del horario de trabajo, medida que no por eso deja de ser indebida. Los funcionarios públicos han sido degradados a la condición de comparsas para el pintado de muros, asistencia a mítines oficialistas, contribuciones en metálico y auxiliares de los jerarcas del Gobierno. Este panorama denota una concepción patrimonialista del poder, abarcando recursos humanos y bienes del Estado, discrecionalidad objeto de denuncia abundante pero siempre caída en saco roto.

Adquiere caracteres increíbles aquí como en el exterior que nada menos que el ministro de Estado, César Cocarico, (Desarrollo Rural y Tierras), sea designado Jefe de Campaña del oficialismo. La deducción inmediata es que semejante tarea no le deja tiempo a sus específicas funciones administrativas. Por su parte, la ajetreada agenda de campaña del jefe del Estado -encubierta por “entrega de obras”- concita idéntica deducción. Esta licencia, cual pandemia extendida al resto de la Administración Pública, ha contaminado las parcelas de poder a cargo de la oposición, haciendo que gobernadores, alcaldes y compartes se enfrasquen también en los extremos del Sí y del No.

Esta intervención proselitista del Gobierno Central y de los titulares del nivel subnacional es por igual deplorable. El Tribunal Supremo Electoral no ha podido eludir llamar la atención a los gobernadores masistas de Potosí y Oruro, por sus demandas a favor del Sí en actos de entrega de obras.

La participación directa a la que aludimos socava la democracia desde su base y mella gravemente el juego depurado de estas lides, sembrando un precedente funesto en el país y una incitación de lo que no se debe hacer a las jóvenes generaciones, llamadas más bien a mejorar los mecanismos de la convivencia civilizada, entre los que sobresale el juego democrático leal, la alternancia del poder, la no intervención oficialista, la institucionalidad, el respeto a la Constitución y a las leyes, la transparencia de los órganos del Estado.

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