[Alberto Zuazo]

La Navidad, fiesta de paz


En todas las celebraciones de la Navidad hay que volver a su primigenio sentido. Al nacer Jesús en un pesebre, la intención de su padre celestial fue demostrar humildad y ésta sólo se concilia con la paz, el buen trato en las relaciones humanas, por encima de consideraciones secundarias.

La práctica de la paz es una cuestión de conducta y de buenos sentimientos para cultivarla en el hogar, la familia, en el trabajo y toda otra acción que se despliegue en el diario vivir.

Al tener la paz como estandarte de vida es posible hacer más llevaderos los contratiempos, las insuficiencias económicas, los problemas en las relaciones sociales, para el desarme del espíritu y compartir la vida sin animadversiones, en una sociedad organizada.

Aspectos esenciales suelen generar situaciones de intemperancia y hasta de pesar. Nos referimos a la situación económica individual, a la familiar, social y política. Ésta última suele ser un factor perturbador que incluso puede traducirse en violencia.

Las diferencias, en todo momento y circunstancias, pueden ser resueltas cuando se es tolerante y para gozar de este atributo es indispensable vivir en paz consigo mismo. Sólo de esta manera se puede también actuar sin enojos ni predisposición para crear o secundar el conflicto.

Sin el ánimo de desconocer otras adicciones de fe, a los católicos es a los que más les corresponde cultivar la paz en su entorno e incluso más allá. Esta es la forma de comprender el humilde nacimiento de Jesús, que pese a su grandeza, fue enviado a la Tierra justo porque el Divino Hacedor intuía o tenía signos de evidencia de que los seres humanos que la poblaban tenían tendencias beligerantes, esto es, en buenas cuentas, no ejercer la práctica de la paz.

Hay que comprender, entonces, que llegó a la Tierra rodeado de humildad para demostrar a los seres humanos que, a pesar de la modestia de su advenimiento, la mayor intención que tenía era dar este testimonio de una demanda espiritual: proclamar a la paz como el mayor bien que puede perseguir o cultivar la gente que empezó a poblar el planeta.

La paz es, pues, la vía más directa para justificar la existencia humana y de ningún modo lo es cultivar odios y menos constituirlos en arma destructiva, de los espíritus y de la convivencia pacífica con los demás. Algo más, haber recibido el privilegio de llegar a la vida es la razón para inspirar comportamientos de paz, sin exigir recompensas ni privilegios.

Pero cuando por los azares de la vida se llegue a tener riqueza o se esté cerca de ella, el mandato divino es que sea para bien. Aunque con ello se consigna estar entre los privilegiados, jamás se debe olvidar que el mayor compromiso implícito adquirido es constituirse también en un apóstol de la paz.

Suficiente es lo conseguido, empero la contraparte es ser un pontífice de la paz o por lo menos no suponer que la riqueza material le confiere atributos que vayan contra el respeto a los demás. Ello exterioriza que está investido no sólo de poder, sino de estimular todo aquello que tienda a sembrar la paz común, sin limitaciones ni diferencias.

Así, realmente disfrutará de los bienes adquiridos con la tranquilidad del espíritu y disposición a hacer el bien, en la medida en que pueda. Yendo a lo superior, gozar también de la paz interior, que tanto bien hace al espíritu, como igualmente al crédito de los demás.

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