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[Ramiro H. Loza]

La Revolución Francesa

María Antonieta en el cadalso y balance general


El decreto de proceso, notificada María Antonieta, ordenaba la separación inmediata de su hijo. Se puede imaginar el episodio cruel y devastador para la madre y el infante desterrados a privación forzosa y la desesperación de la despedida para siempre. El niño --inocente de toda culpa-- fue entregado a tenencia del zapatero Simón, elegido por su brutalidad de carcelero en el Temple, además de safio y borracho. El infante real había sido confinado a una especie de tumba en vida, tanto más terrible para un menor sin madre ni padre. “La crápula y la brutalidad dedicadas a envilecer y desnaturalizar el último germen de la corona”, es el juicio compendiado de este suplicio moral y material, ¿acaso la cuna y el origen son delitos? En cuanto a la progenitora, le habían arrancado su poder, su esposo y ahora sus hijos.

La recluyeron en los sótanos abovedados de la Conserjería, espacio lúgubre cuyos muros tenían por linde al Sena, sumando esto una extrema humedad a la inhóspita nueva residencia de quien se había mullido en Versalles, Saint Cloud y el Trianón. Se retrataban en ella las mutaciones violentas e impredecibles del destino. Sometida a los rigores y privaciones carcelarios comunes, no faltó la mano compasiva de la esposa del alcaide Bault que la dotaba subrepticiamente de algunos alimentos y oficiaba de remendona de los dos únicos vestidos que le permitían a quien otrora imponía la moda europea.

La acusación y los cargos giraban en torno a las murmuraciones populares contra la austriaca, como la llamaban. También en las verdades y mentiras de los pasquines, algunos demasiado extremistas. Este epíteto destinado a los políticos fanáticos de nuestros tiempos, bien pudieron haberlo merecido los despiadados revolucionarios franceses de finales del Siglo XVIII.

Similares eran los testimonios de los testigos oficiosos, pero sin apoyo de pruebas. Hebert, uno de los incendiarios más cínicos de la revolución, inculpó a la reina de haber depravado moralmente y corrompido al delfín en el Temple. El público --de mayoría femenina-- pese a la inquina de la que hacía gala, desaprobó la monstruosidad del cargo.

La actitud imperturbable ante la sentencia a muerte no alteró su conducta altiva de siempre. Cargaba sobre sí el despotismo y el desprecio al pueblo de veinte reyes de Francia. En sus últimas horas escribió su final despedida a Isabel, hermana de Luis XVI, heroína que acompañó el cautiverio de la familia en el Temple. Virtuosa como era Isabel, le encomendó ser madre para sus hijos y aconsejar al delfín no vengarse nunca de sus verdugos y perdonar. Moría en la fe cristiana que le inculcaron sus padres.

Un sacerdote, no juramentado, la asistió cristianamente hasta el cadalso. Concretaba la única concesión del tribunal revolucionario. La condujo la carreta común de los ajusticiados, a diferencia del coche en el que montó su esposo hacia idéntica cita sin retorno. María Antonieta esperó tranquila el zarpazo que le arrebataba la vida. Se ha reprochado este ultrajante final contra una mujer, si bien frívola y voluble en su apoteosis, digna y valiente hasta el patíbulo. “Sola contra todos, inocente por el sexo, sagrada por el título de madre, indefensa, inmolada en tierra extranjera…”. Nunca admitió ni comulgó con la Revolución, su condición no le permitieron entenderla.

En el contexto desde 1789 hasta 1793, se comprueba asistir a la Revolución más sanguinaria de la historia o una de las más efusivas de sangre. Se había reconcentrado el rencor y aversión popular contra los reyes de Francia, junto al repudio contra el feudalismo por su despotismo e irritantes privilegios, creando abismos de desigualdad. Los impuestos y cargas reales recaían sobre las espaldas del pueblo llano y antes y durante el devenir revolucionario cundió la escasez y el hambre.

Siendo lo anterior verdad, no se puede soslayar las acciones de los muchos que habían convertido la agitación popular en un oficio, sea por odio, sea por expectativas de poder, sea por figuración social; hoy se llamaría afán mediático. Así lo denuncia la excesiva crueldad empleada y no menos alimentada por profundas psicosis individuales, mientras que para los designios y planes de las élites políticas creadoras de los clubes revolucionarios, venían como “anillo al dedo” las ideas de los filósofos de la Ilustración, barniz intelectual que todo movimiento político requiere con mayor o menor sinceridad.

En lo práctico, si cabe, la Revolución Francesa es el molde táctico y estratégico en el que se han fundido las sucesivas revoluciones de los tiempos contemporáneos, con especial repercusión en la gama de las similares de América Latina, aunque muchas se llamen “revoluciones”, así entre comillas. Pero en general la preparación que preside estas explosiones es manejada mañosamente por agitadores profesionales, modernamente asilados en sindicatos, comunidades y gremios.

La saña persecutoria y la venganza sangrienta de los revolucionarios, sin duda, hacen palidecer en la historia la fama francesa de país culto por excelencia. Sin embargo, la sangre parece ser el precio de los cambios trascendentales de los pueblos. A la postre, los principios de la Revolución Francesa extendidos por el mundo, significan y significarán el sentido orientador de hombres y mujeres contemporáneos.

Movimiento sangriento no sólo por los crímenes de París, sino por la resistencia campesina, la rebelión de la Vendée y más aún por la guerra civil e internacional. Austria y Alemania se unieron más que contra Francia contra la Revolución que ponía en riesgo las coronas europeas por las ideas revolucionarias y por las armas. Esta guerra tuvo altas y bajas por ambas partes. Lafayette comandó por algún tiempo los ejércitos republicanos pero fue víctima de los jacobinos y se lo extrañó a Inglaterra.

Francisco de Miranda, primer gestor de la emancipación venezolana y de hispanoamericana, aventurero trashumante, había sido bien recibido por la Convención, haciéndole general del ejército francés. El contraste de la batalla de Tirlemont y aledaños se atribuyó al americano. La Convención ordenó su comparecencia.

loza_hernan1939@hotmail.com

 
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