La mafia y una receta de Rossini

Reinaldo Spitaletta


La Honorable Sociedad, como se llamaba en sus orígenes a la mafia italiana, tiene la capacidad muy particular de mezclar la buena mesa con las balas, en una receta insólita en la que es posible que los planes de matar a un comensal se adoben con ajos y vino. Un mafioso tiene el poco común talento de preparar cenas apetitosas y crímenes exquisitos, ambos con rigurosidad y espléndido gusto. El derecho de muerte, un muy célebre ritual practicado en Italia, lo oficiaba el “ajusticiador” antes de asesinar a su víctima. Frente a ella y con tranquilidad digna de mejor causa, recitaba: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, mi casa es la de usted, incluso durante mi ausencia. Mi pan es su pan, mi ajo es su ajo, mi sal es su sal y mi vino es su vino. Así sea”.

Claro que no todos los banquetes se han de realizar con el fin de matar a algún incómodo rival. Ni más faltaba. También los hacen por el gozo sin par de una opípara comida, en oposición a los mandamientos estoicos de la frugalidad y la templanza, como bien lo estilan los sicilianos. Pero cuando hay combinación de mesa y crimen, no se le niegan ni bala ni las mejores viandas al invitado a morir, como se puede apreciar, por ejemplo, en algunas escenas de El Padrino (novela de Mario Puzo, adaptada al cine y convertida por Coppola en una magnificente obra de arte). No sé si traigo esto a colación, como decían antes, porque hay un filme, que no sé quién dirige, y creo que debe ser un polaco, en el que se intenta realizar una estrambótica relación entre la comida y la inspiración musical. Se les pregunta a grandes músicos e intérpretes sobre el asunto, si unos platos deliciosos podrían acelerar el genio para la composición o la interpretación, hasta desembocar, como es natural, en la vida y obra de Gioachino Rossini, uno de los músicos gastrónomos más populares.

No creo que un pavo relleno o unas deliciosas trufas despierten los acordes y armonías interiores, pero sí pueden ser, en sí mismas, honradas en su consumo con alguna pieza musical, porque, se ha dicho, las mejores cenas tienen que acompañarse con música. Es probable que más que las presas, el vino y la buena conversación alrededor de los platos, sea el hambre la que haya “inspirado” a algu-nos artistas; porque, en general, a los toreros sí los empujan las carencias a meterse en tan arriesgado oficio. “Más cornadas da el hambre”, decía El Cordo-bés. Así como los cuentos de ogros co-rrespondieron a épocas de escasez, pue-de ser que las hambrunas traigan consigo otras obras menos tristes que las de seres macilentos y esqueléticos. El tema podría servir como hipótesis de investigación para historiadores del arte y la cultura.

Después de la muerte de Manuel Váz-quez Montalbán, creador de tramas detec-tivescas (con Pepe Carvalho) y gran gour-met que escribió asimismo contra los gourmets, me puse a leer algunos asuntos gastronómicos que trascendieran, por ejemplo, las excelentes notas del español Caius Apicius, y me encontré con que, en sus comienzos, la gastronomía romana era simple, tanto como el aforismo de Ci-cerón, muy sencillo él, que dice que “el mejor condimento es el hambre”. Porque uno siempre asoció los banquetes excesi-vos con las bacanales latinas, plenas de lenguas de flamenco, pulpejos de came-llo, lirones cebados con castañas, jabalíes rellenos de tordos y tantas otras viandas que describen los poetas. Pero cuentan que hasta el siglo II, antes de Cristo, la comida romana no pasaba de lo básico, como una amplia gama de guisantes, le-che de oveja, coles, habas, carne de cor-dero, manzanas e higos, que no estaba mal. Cuando conocieron los refinamientos de las cortes griegas de Asia Menor, la comida romana se tornó más costosa. Y más excéntrica. Y aparecieron los golosos que para poder abarcar todas las presas, tenían que vomitar para continuar con otros pla-tos. Comer ahora “e dopo morire” parecía ser su consigna. El Satiricón, de Petronio, da cuenta con creces de esas comilo-nas de frenesí (como las convocadas por Trimal-ción), en las que todos los comensales eran di-chosos y barrigones.

Pero desde hace rato me desvié, sin probar el plato principal. Quería ante todo hablar un poco del italiano Rossini, al que los cocineros de lujo han llamado el “compositor de la musa Gastrea” y alguna vez nombrado primer compositor del rey de Francia. El creador de Guillermo Tell y El barbero de Sevilla, como es obvio era un apasionado por la música, pero parece que más todavía por la gastronomía, tanto que, como anécdota, se relata que solo lloró dos veces en su existencia: cuando murió su padre y cuando se le cayó por la borda del barco un pavo trufado. Para él, las trufas eran “el Mozart de la setas”. Rossini, que se autodefinía como “un pia-nista de tercera pero el mejor gastrónomo del universo”, amaba los vinos y prepara-ba comidas de postín, como paté de po-llos con cangrejos a la mantequilla. Sin embargo, sus macarrones son los de más éxito; y han llegado hasta hoy algunas de sus recetas gracias a las descripciones de su amigo, el muy célebre chef Antonio Carême (ah, sí, el filme antes relacionado lo tenía a él como personaje oculto), que las incluye en su sección de potajes italia-nos. Por ejemplo, la de los canelones Ro-ssini: “El relleno de carne se debe hacer salteándola con foie fresco, en una pro-porción de un 20 por ciento de la carne, algo de trufa y ‘dos gotas’ de vino dulce. La bechamel se ha de hacer aprovechan-do la grasa que queda en la sartén tras saltear la carne picada, el foie y la trufa. Ya con los canelones en el horno, con el par-mesano rallado por encima, a medio tiem-po, espolvorearemos por encima un poco de ralladura de trufa”. Debe servirse con fondo musical, en el que puede estar la obertura de Guillermo Tell o la de Segis-mundo, y no me pregunten por qué.

Las cenas que ofrecía Rossini, los sá-bados, eran pomposas. Invitaba a 16 per-sonas, que debían vestirse de gala, mien-tras él usaba una suerte de sotana. Su refinamiento no solo abarcaba las espe-cialidades culinarias que servía, sino las vajillas y el decorado de la residencia. So-bra decir que entre sus comensales esta-ban siempre estadistas, príncipes, seño-ras muy bellas y muy cultas, Alejandro Dumas, Gustave Doré, el Barón Roths-child, el Barón Haussman y otros tipos muy principales, como Anthelme Brillat-Savarin, un durísimo de la gastronomía.

Pero volvamos a la mafia y sus platos. Sus víctimas debían morir “bien comidas”, que el viaje al otro mundo no las sorpren-dieran con hambre. El almuerzo y la cena han sido para ese clan momento propicio para la resolución de conflictos, prepara-ción de negocios o para saldar cuentas con los enemigos. Se comienza con acei-tunas asadas, se continúa con carnes, pescados y pastas, y se concluye con quesos, tortas y vino. Y después, si es el caso, vendrá la balacera. Ah, y para estos casos se recomiendan como fondo las canciones de Frank Sinatra. Buen apetito.

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