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[Ignacio Vera]

La espada en la palabra

¿Creando o destruyendo?


En el hermoso barrio paceño de Sopocachi, se ha inaugurado hace poco un flamante edificio que es obra del fallecido arquitecto Juan Carlos Calderón. Una obra soberbia y vanguardista, como casi todas las últimas de este artista del urbanismo, y con un aspecto de teatro moderno de una gran metrópoli, que levanta la dignidad estilística de la ciudad del Illimani. Tiene varios ventanales, y en su entrada se destacan la diafanidad de dos portones elegantes hechos de puro vidrio y el raro colorido gris de una pintura que encaja de manera maravillosa en el encuadre cromático-arquitectónico del lugar. Es el espacio cultural Simón I. Patiño. Su exterior da un toque de modernismo urbanístico al barrio, y en su interior deambulan los fantasmas de Oscar Cerruto, Diez de Medina, Jaime Sáenz…

Pero su primor exterior y la pulcritud de la pintura, a muy poco de haber sido descubiertos de las lonas que los cubrían y despojados de las estructuras metálicas de andamios que los aprisionaban, han dejado de ser. Alguien ha pasado por el edificio, espray en mano y estulticia en la cabeza, quizá a hurtadillas por la noche o muy desfachatadamente en horas del pleno día, y ha escrito en sus paredes, con una letra carta de muy mal gusto, algunos pensamientos (en verdad, ¿pueden llegar al denominativo de pensamientos?) que poco o nada tienen que ver con la cultura (que es lo que representa aquel edificio) ni con la belleza (que es a lo que hacen culto las personas que ahí ingresan o trabajan).

Si las paredes exteriores de un edificio así de bello como ése tuviesen que ser malogradas con la tinta de un espray barato, a cambio de modificar la sociedad; si los frescos de la Capilla Sixtina tuvieran que ser baleados o teñidos con globos de pintura, con tal de conseguir la paz del mundo y el cese del fuego de las ametralladoras; si el Circo Romano tuviera que ser bombardeado por cazas, para así poder ver el fin del hambre de los niños del África y el cese de las desapariciones y violaciones; si, por fin, la catedral de Notre-Dame tuviese que ser demolida completamente, con tal de conseguir la igualdad y la fraternidad entre todas las personas de la tierra; si todas esas cosas fueran así, decimos, la arquitectura y el ornato públicos no importarían casi nada y podríamos hacer con ellos lo que fuera con tal de conseguir fines muy altos. En una palabra, el arte no valdría porque sobre él estarían el buen vivir y la paz de la humanidad.

Pero, desde que este mundo es mundo, las cosas no funcionan así. Los cambios sociales y del pensamiento, las modificaciones de los vicios y las reivindicaciones de género no se logran a través del pintarrajeado de paredes y obras de arte ni a través de la crucifixión callejera. ¿Habremos visto un cambio social mínimo en estos últimos tiempos, producido gracias a la tinta de esos sujetos incultos que deambulan en la ciudad garabateando la pintura fresca de nuestros edificios? Más valiera para todos nosotros que aquellas personas se dieran cuenta de que son ellas justamente una de las lacras sociales que aquejan a nuestras sociedades, ya que los objetivos por los cuales luchan -de forma indebida- se lograrán algún momento, ciertamente, pero por el combate intelectual, espiritual y de virtud.

Sirva esta oportunidad para decir que ese grupo radical de personas que desde hace varios años han venido ejecutando tales desmanes en la arquitectura pública y dañando la belleza física de la ciudad, no ha logrado nada de lo que se ha propuesto, y no lo ha hecho no por falta de capacidad para hacerlo, sino por haber adoptado desde un comienzo formas indebidas y que son una falta de respeto al buen sentido de las personas y una negación a las capacidades y facultades que poseen las mujeres verdaderamente competentes.

El nuevo edificio de Sopocachi, el espacio Patiño, quizá mañana patrimonio cultural de todos los bolivianos y desde ya magnifico ejemplar de obra arquitectónica contemporánea, sigue esperando la redención intelectual y física de las personas que profanaron sus paredes vírgenes de suciedad.

El autor es licenciado en Ciencias Políticas.

 
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