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Concurso de bandas


Queda todavía en la memoria colectiva lo que en la joven democracia de 1990 protagonizó aquel cuerpo colegiado de verdugos de la democracia, traficantes de la justicia electoral y pioneros de lo que en los años posteriores se fue copiando para desgracia de Bolivia. La tristemente célebre banda de los cuatro, cuyos nombres pasamos por alto por una suerte de saludable digestión mental, ha sido precedente funesto del cuoteo que por aquellos años era práctica vil, pero normal. Mucho después, esa malsana forma de designar autoridades electorales migró a la imposición unilateral de un solo partido.

No propiamente en esa infeliz coyuntura, pero indudablemente a lo largo de nuestras alternancias con los gobiernos de facto, el MNR, que nadie con mediano criterio formado puede negar, fue hontanar de ilustres ideólogos y egregios pensadores que dieron lustre a la política boliviana, fue también escuela del fraude cuando el pueblo le negaba su apoyo. Pero fueron el MIR y la ADN los que protagonizaron uno de los escándalos más vergonzosos de aquellas elecciones, ya que en repulsivas componendas secaron los ríos de sangre que los separaban, para beneficiarse de las suciedades que en Sala Plena, sus ahijados, carcomían los incipientes cimientos de la democracia. Se juntaron agua y aceite.

Pero decíamos que ese conflicto de nuestras autoridades electorales con la ética, no es que en estas décadas que median entre esa impresentable Corte Nacional Electoral y el actual Tribunal Supremo Electoral, haya habido una pausa que dignifique su alta función. Las sombras de los administradores electorales (excepto, por cierto, de aquella Corte de notables de 1991), se vinieron replicando, con la composición en más de un caso, por personas sin mérito moral.

Y llegamos al actual Tribunal Supremo Electoral, del que recuerdo haber dicho en una nota anterior y no creo inmerecidamente, que aun debía dársele el beneficio de la duda respecto a su desempeño; es que era un tiempo en que nada sustancial estaba bajo su jurisdicción. Hoy estamos ante un escenario de convulsión social, de división entre bolivianos, de repugnancia por los desaciertos protagonizados por este tribunal, que no se reducen a unas cuestionadas elecciones generales.

El fraude se remonta a una decisión inconsulta de habilitar la candidatura de Evo Morales y Álvaro García Linera; a la determinación supina y obediente de gravar “el derecho humano” de candidatear, con la participación previa en elecciones primarias: a la permisión inaceptable de que unos hagan uso y abuso de bienes públicos para su campaña y a otros se les niegue el derecho natural de renunciar a sus candidaturas.

Luego, no se puede reducir la convicción de que estas últimas justas electorales sean el motivo único para considerar a los seis vocales como competidores de “la banda de los cuatro”. Y es que en esa siniestra carrera con sus homólogos de hace tantos años, pelean palmo a palmo el podio. No, no fue el 20 de octubre, el día del aplazo del TSE, su genuflexión al poder político data de hace mucho tiempo. Violadores de la ley y devotos de la ilegalidad, han herido de muerte nuestra democracia, la han mancillado tanto, que el honor de que ella es merecedora, tardará muchos años en recuperar. Han dividido al pueblo, han lacrado en sobre de hierro el derecho a elegir libremente; han legalizado lo absolutamente reñido con la ley, han menospreciado la inteligencia de un pueblo y matado las esperanzas de un segmento de la sociedad civil, progresivamente adulta-mayor, de ver a su país en un auténtico estado de derecho.

En esa carrera proterva de quien fue la peor colegiatura de máximas autoridades electorales, solo las separa tres décadas en el tiempo, pero las aproxima las mismas inclinaciones porque como no se puede soplar y tener harina en la boca: o se hace lo justo para que el pueblo elija libremente o se lo daña irreparablemente. El TSE eligió lo segundo.

El autor es jurista y escritor.

 
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