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[Augusto Vera]

Contra viento y marea

Llorar debería ser un derecho constitucional


En mis cada vez más esporádicas salidas a la calle, que el ritmo intenso de la vida no me permite evitar, veo detrás de peripatéticos artefactos, rostros que expresan horror. Ojos que apenas se ve en cuerpos enfundados en pastiches, entre quienes ya no dan importancia a lo externo o en atuendos delicadamente confeccionados que combinan con sus mascarillas, cual si estuvieran dirigiéndose a una pasarela, en los que más tienen. Todos han dado un giro doloroso a sus vidas.

En los que sumidos en las estrecheces de sus finanzas y en los que la billetera les permite cubrirse de la cabeza a los pies con un plus de buen gusto, hay un rasgo común: angustia. Sus glándulas lacrimales que apenas pueden contener el líquido que es el signo del dolor, revelan que casi todos tienen un enemigo microscópico nunca pensado, al frente, a su lado o por detrás, que se ha apoderado de otro cuerpo. Cada individuo con quien se cruzan en las arduas calles, puede significar entrar a engrosar las estadísticas de los contagiados. Eso es lo que se ve, y no es para menos.

Los extravíos de la Organización Mundial de la Salud nos conducen a una incertidumbre cada día mayor. Por el radio, nos enteramos de que la COVID-19 no había sido lo que anteayer nos contaron. Si vemos la televisión, sabemos que la ciencia de la medicina en el mundo había estado aún en pañales en esta y otras materias. Entonces no es agorero poner en evidencia que el brazo médico de la ONU no es el órgano que las naciones del mundo, después de la catástrofe bélica emergente de las dos guerras mundiales, han creado. Cierto que el descubrimiento de la anestesia, de la penicilina o el desciframiento del mapa del genoma humano, han marcado un antes y un después en la historia de la medicina. Los grandes científicos encerrados en sus laboratorios, desde Pasteur y su resonante descalificación de la generación espontánea que no solo contribuyó a la ciencia sino echó por tierra doctrinas contrarias a la fe, hasta la teoría de la relatividad, han prolongado el promedio de vida y en casos, la han hecho de mejor calidad, hasta llegar a los primeros ensayos de un transhumanismo pavoroso que no siempre es digno para el hombre ni moral para su naturaleza siempre controversial.

Pero la realidad nos muestra que a pesar de los agigantados pasos que la ciencia médica dio en el último siglo, su avance no está en el nivel de otros campos, como el de las comunicaciones o de la incontenible tecnología en el área de las armas, incluyendo la facilidad con que desarrollan las químicas y biológicas. No parece, sin embargo, que el genio humano o la voluntad, no siempre altruista del hombre, encuentre el antídoto para erradicar, por lo menos con la eficacia que el mundo espera, enfermedades como la peste negra o la viruela que han matado millones de personas y que han marcado con negros nubarrones no solo la historia por sus devastadoras consecuencias, sino como un punto en contra de la misma ciencia que no es tan eficiente para frenar pandemias, que como en otros casos, se convierten en endemias que no tendrán los efectos virulentos de sus inicios, pero que instaladas en el ambiente, por siempre, serán un factor definitivo para incrementar la morbilidad en el mundo.

Las ciudades en Bolivia se han convertido en procesiones de gentes que ocultan sus lágrimas porque paralelas a ellas, están los afanes de todos los días: ganar el sustento para sus familias. No saben si al retornar a su hogar van a estar tan sanos, como cuando con una invocación y un miserere al Señor, salen en busca de alimento. Hay una lágrima contenida que debía, por eso mismo, ser un derecho dejarlas fluir, a ver si el indolente monstruo que permitió al virus escapar, finalmente se compadece de quienes no tenemos una cama equipada para asistir nuestra respiración, y quizá tampoco un camposanto donde dejar nuestros restos. Pocos lloran, porque hay que batallar por la vida en medio de la muerte. No hay derecho a llorar.

El autor es jurista y escritor.

 
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