La pérdida de credibilidad


 

La credibilidad es uno de los valores fundamentales que el ser humano tiene que conservar, de no hacerlo sobreviene el desprestigio y la pérdida del respeto y valoración que merece, sea que ejerza el poder o simplemente sea uno más en la sociedad a la que se debe.

Para no enajenar la credibilidad personal es tarea de todos los días e incluso de minuto a minuto, porque carece de ser un bien material es conciencial. Su consistencia tiene que ver con el comportamiento individual, solo depende del accionar público y social que se tenga, con mucha mayor razón en el primero.

En suma, su fragilidad es mayor que la del cristal. No depende de que caiga y se haga trizas. Su efecto, en realidad, es demoledor para seguir contando con la aceptación social. De hecho, implica una sanción moral que se prolongará de por vida.

¿Cuándo se corre el riesgo de perder la credibilidad? Simple y llanamente cuando se miente o se oculta la verdad. Obviamente, depende de su magnitud.

En la vida común suele ser frecuente recurrir a la mentirilla por alguna banalidad. Pero, cuando se incide en ello en el espacio público, que es infinito, su alcance adquiere proporciones mayores y, en casos, funestas.

En esta última eventualidad, sobreviene la pérdida de credibilidad en todo cuanto tenga que ver con las conveniencias e intereses del conjunto de los bienes y valores comunes, esto es cuanto concierne a la administración del poder y del Estado.

La pérdida del prestigio y la credibilidad es de alcances abrumadores e irrecuperables, en tales instancias. Peor todavía, cuando la inconducta es reiterada.

De por medio se encuentran la honestidad y la ética. La pérdida de credibilidad es la antítesis de estos valores supremos, elementales para resguardar la aceptación en el medio en que se desenvuelve cualquier persona, en cambio cuando se trata del ejercicio de la autoridad pública atañe a todos. Se crea la desconfianza en todo lo que haga o no haga, en lo público o en lo privado, pues a la gente le resulta difícil, sino imposible, disociarlos.

La consecuencia inevitable es la pérdida del prestigio y credibilidad que se requiere para gozar de aceptación y también del respaldo social imprescindible en el ejercicio de la autoridad pública.

La historia de los pueblos registra casos en que perdura el buen crédito de los que han actuado en consonancia con lo mejor de los valores sociales, aunque administrativamente no hubieran satisfecho plenamente sus aspiraciones de mayor y acelerado progreso.

A la vez, se guarda pésima memoria de quienes no supieron hacerse acreedores al respeto y credibilidad pública y social.

Entonces, las exigencias y condiciones del comportamiento se tornan siempre constantes e invariables, en todo tiempo y eventualidad.

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