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Suriqui, la huella del suri

Yuri Mirko Ríos Madariaga

La gigantesca huella del suri despunta entre las aguas del Titicaca. Esta porción de tierra tan milenaria como los Andes, forma parte del archipiélago del lago Menor o Huiñaymarca junto a otras islas de renombre internacional como Pariti y Quehuaya.

El veloz paso de la lancha dejaba su larga estela blanquecina tras de sí. Las gaviotas en el cenit un tanto perturbadas buscaban refugio en el horizonte. Al frente, como puntos de referencia se divisaba Huatajata y la imponente cordillera Real.

Después de un recorrido de aproximadamente 40 minutos, el ansiado encuentro con lo ancestral desencadenaba una experiencia mística casi indescriptible. Los totorales anunciaban su proximidad. Dos cerros de mediana altura y aspecto piramidal recubiertos de paja brava son los sólidos custodios de la comunidad Suriqui. Ambos son visibles desde la orilla opuesta a poco más de 12 kilómetros de distancia.

La isla está rodeada de aguas aún claras que permiten visualizar el vaivén de la flora del lecho lacustre. En las colinas y en los alrededores del muelle hay sembradíos de papa, haba, quinua, oca e increíblemente de maíz, éste último surgido gracias al microclima benigno del lago.

Mas la tarde avanzaba inexorablemente bajo un cielo diáfano que contrastaba con la mañana de negros nubarrones y ventisca persistente que hacían presumir tormentas inesperadas. El reloj marcaba las 15:45, no había tiempo que perder. Era sábado.

Suriqui vio nacer al legendario Paulino Esteban, el gran constructor de las embarcaciones de totora. Su vasta sabiduría la compartió con generosidad a favor de la ciencia. Sus naves surcaron los mares y océanos del mundo al mando de notables exploradores, avivando la imaginación de muchos dentro y fuera del país. En décadas pasadas forjó aventuras e historias increíbles para contar. Orgullo y admiración sentía cuando de niño las leía o las escuchaba, allá en los ochenta.

En la plaza pregunté dónde vivió don Paulino. Me miraban extrañados, absortos. Hace mucho que nadie se acordaba de él. Olvidado por sus propios compatriotas, nunca fue reconocido. Sin embargo, los extranjeros estamparon su nombre en textos destacados. Un día de abril levantó las velas de su balsa para no volver más. Como consuelo, su recuerdo todavía se percibe en la sencillez de su gente y en los paisajes naturales de su isla natal.

Etimológicamente Suriqui procede de la fusión de los vocablos aymaras “suri” e “iki”. Significa “lugar donde duermen los suris”. Así fue bautizada desde el albor de los tiempos por los antepasados de don Paulino, tal vez porque allí moraron numerosos grupos de suris.

Con todo, el contorno de esta isla se asemeja a la huella del suri, el ave emblemática del altiplano. El parecido es fantástico, como si un descomunal suri antediluviano hubiera dejado su marca sobre el espejo sagrado de los tiahuanacotas, en dirección sudeste, exactamente rumbo al valle de La Paz.

Si esta gallarda y danzarina ave desapareciera de la faz de la Tierra, al menos su huella permanecerá como vestigio imperecedero de su existencia en la amplitud de las eras, dentro de la colosal efigie del puma y la vizcacha, el Titicaca.

 
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