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[Augusto Vera]

Una de cal y otra de arena


Parece que el destino de los acontecimientos, sea que hablemos de lo macro o de lo más ínfimo, siempre comparte lo bueno y lo malo; una de cal y otra de arena. Así es, hace más o menos un mes, contra todo orden constitucional, Nicolás Maduro, que se arroga todos los poderes políticos y extraordinarios en la desventurada Venezuela, finalmente tomó posesión del cargo para el que el pueblo no lo eligió (recordemos el gran ausentismo, la no participación de los opositores y el pisoteo de la Constitución), confirmando su condición de dictador que ha canjeado la prosperidad de su país y el paradigma de democracia que hasta hace un par de décadas presumía, por un estado calamitoso de pobreza y restricción de libertades lícitas de toda naturaleza.

Uno piensa en aquel gigante defensor de los derechos ciudadanos y gran patriota, en el insigne Eleazar López Contreras, intachable adalid de los intereses individuales y colectivos de los venezolanos. Venezuela conoció el almíbar de la opulencia económica y el gran desarrollo humano, y hoy saborea el amargor de la dictadura más atroz del hemisferio, porque quien ilegítimamente la dirige, no tiene y no tendrá la capacidad de comprender que un estado de derecho se funda en el respeto a las leyes, en el reconocimiento al pueblo como soberano de su destino y en el desapego al poder.

Nada de esos conceptos caben en la cabeza de quien no gobierna; somete, no representa; conculca y no está hecho para escuchar el clamor popular, porque solo conoce el método de la imposición. Esa es una parte de la muy reciente historia. El asalto al poder en Venezuela de este irrecordable 10 de enero, nos plantea una dicotomía por la actitud del grupo de Lima, de la Unión Europea, del Europarlamento y del mundo en general, que dista –afortunadamente-, como de Ártico a Antártico, en las percepciones que Nicolás Maduro y la comunidad de naciones tienen respecto a la democracia. Así como la cal y la arena; sus naturalezas son irreconciliables, y la actitud del lenguaraz Presidente, van en peligroso contrasentido respecto a la posición generalizada de la comunidad de naciones.

El Consejo Permanente de la OEA, de manera aplastante, también le ha bajado el pulgar no solo al dictador caraqueño, sino que ha dado una señal inequívoca de que en América los vientos del pasado en que se encubría, desde las potencias extranjeras y organismos internacionales, el despotismo, han cambiado de dirección -cuando menos en esta coyuntura-.

Cuánto representa en el sentimiento de América y su vocación de libertad, saber que por esa causa, en el ejercicio inalienable que tienen los Estados, Paraguay ha roto relaciones diplomáticas; y la satisfacción por ello, no tiene que ver con que los países hermanos estén distanciados; más bien es asunto que está relacionado con una hermandad de pueblos libres y gobernantes legítimos. Es que existe una conjunción y orientación democráticas que para el imperturbable Maduro son obra del imperio y de la derecha; fórmula calcada y hastiosa, de sus contadísimos correligionarios.

Esas declaraciones son la parte buena en medio de la tragedia humanitaria de un país en el que disentir equivale a delinquir, y de un continente que por medios lícitos, por tanto reconocidos por el derecho internacional y las cartas de los organismos multilaterales que a sus miembros agrupa, está llamado por la historia y por la hermandad con el valeroso pueblo venezolano a tenderle la mano, echando del poder al opresor, en el marco del derecho, y por la libertad de su gente. Finalmente, a la OEA no solo le asiste el derecho, le impone su naturaleza salvaguardar la paz y libertades de quienes la conforman.

El autor es jurista y escritor.

 
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