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[Armando Mariaca]

Administrar la propia vida; pero, ¿hasta dónde?


Muchas veces, cuando se dictan disposiciones que afectan o alteran el curso normal de la vida variando costumbres y hasta restando libertades, hay reacciones de muchas personas y, en casos, de conjuntos de ellas, alegando que cada uno es conductor o administrador de su vida y no aceptan injerencia alguna; pero, cuando hay peligros que podrían afectar al conjunto, la adopción de medidas que prevengan mayores males, es absolutamente necesaria y cualquier regla o disposición queda suprimida o suspendida por el tiempo que señalen las autoridades y nadie tiene derecho a protestar por ello.

Es un derecho humano el conservar y disponer de la propia vida; pero, siempre que esté acorde con las leyes y hasta con principios morales; de otro modo, el atentar contra sí mismo -caso del suicidio- no es aceptable ni permitido por las leyes morales y civiles que, establecen claramente que cada persona es responsable de su vida y buena preservación, que cada persona está obligada a cuidarla y darle los medios necesarios para que ella sea digna y decorosa, libre de todo perjuicio o mal. La vida, en sentido religioso y más amplio, es propiedad de Dios y solamente Él podría o debería disponer de ella; esta ha sido norma y regla en cualquier sentimiento religioso de muchas generaciones de personas en todo el mundo porque lo espiritual fue siempre parte de la existencia humana, hasta el extremo de creer y sentir que “Quien no cree en Dios, no tiene a quién implorar”. Una de las consecuencias del coronavirus es que ha despertado el pensar y sentir en Dios bajo cualquier advocación porque, en cualesquiera desgracia o sufrimiento de un mal, el ser humano precisa el socorro de algún ser divino que acuda en su auxilio, que lo ayude a salir de la profunda sima en que ha sido sumido por el mal sufrido.

Administrar la propia vida, evidente; pero, en cualquier condición lo que se querría es que ella esté debidamente manejada o dirigida, libre de peligros y poseedora de todo bien que precise para tenerla plena y en plena disponibilidad para los suyos; una vida que sea constructiva y útil, que sea aporte para el bien del entorno familiar o social en que uno se desenvuelva, que sea ejemplo para la sociedad en que radica, trabaja o existe; que esté alejada de enfermedades y males que la afecten. Lo que ocurre en estos días es que se pide que cada uno administre debida, honesta y responsablemente su vida, que no la exponga a ningún peligro y menos a un contagio del virus que ya ha cobrado miles de vidas en todo el mundo. Esta es realidad también de los que egoísta, irresponsable e insolidariamente hacen abstracción del sufrimiento ajeno y, nada raro, hasta de la preservación de su propia existencia.

 
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