[Ramiro H. Loza]

Lo que deben y no deben hacer los gobernantes


No dedicamos estas líneas a reflexiones profundas ni recetas infalibles de gobierno y sin mayores pretensiones preferimos empezar con una afirmación de Perogrullo: los gobernantes no deben hacer otra cosa que gobernar, aunque parece que es lo menos que se les ocurre una vez sentados en el solio presidencial o en los ministerios. Una de las inquietudes que suscita el presidente Evo Morales es cuándo en verdad gobierna. Inició los casi nueve años que lleva en el mando con visitas a las comunidades originarias a las que no tenía obras que entregar, pero en cuanto pudo las entregó con enorme despliegue por minúsculas que fuesen, medianas o “grandes”, entregas acompañadas con arengas no siempre conciliatorias y matizadas por infaltables críticas a los gobiernos que le antecedieron, sin contar sus muy frecuentes viajes al exterior del país, los que, sin duda, le restan muchas e importantes jornadas de trabajo.

Ninguna ley actual ni del pasado obliga la presencia del Primer Mandatario a la entrega o estreno de alguna obra pública, labor que no exige necesariamente la asistencia de altas autoridades, pudiendo hacerla alguna de carácter administrativo o, eventualmente, el ministro del ramo si las circunstancias lo justificaran, menos constituyen actos específicos de gestión como se insiste en denominarlas. Por otra parte, no todas las realizaciones son aportes estatales, sino de las gobernaciones y alcaldías.

Detrás de las asiduas visitas -aunque fuese la entrega de canchas de fútbol- se encuentra evidente la promoción personal y la construcción de un liderazgo político, explicativo del ánimo reeleccionista a uno de cuyos procesos asistimos ahora. Este tren nos lleva a espectar una permanente y agotadora campaña electoral que coloca a los actuales candidatos de oposición en una clara y apabullante desventaja y desigualdad. Así como los viajes al interior tienen por fin proyectar una imagen, tampoco se escatima recursos y medios del Estado para construirla internacionalmente, si bien hay motivos para dudar del ansiado éxito buscado.

Uno de los argumentos a propósito es que ahora el presidente Morales llega a lugares del territorio a los que ningún gobernante anterior había llegado. Ello ciertamente no es malo, pero debe darse sin sacrificio de la tarea de gabinete, de estudio y análisis que reclama la problemática nacional y el buen gobierno. No se elige a los gobernantes para que recorran la geografía patria de rincón a rincón, sino para que gobiernen y administren. Seguramente, más se hace para las poblaciones por lejanas que sean, desde la calma constructiva y silenciosa del despacho presidencial que desde el ruido y la fanfarria de las visitas y los halagos comunales.

Se comprueba a diario que los ministros, entre otros temas, sobrevaloran la aparición de su imagen en los medios. Viviendo la población una ola de inseguridad y delincuencia, quienes ocuparon y ocupan la cartera de Gobierno encuentran ocasión de proyectarse a la pantalla en las más elementales pesquisas policiales, apariciones que los desjerarquizan a niveles de comisarios y subalternos. La función pública merece honra y ser honrada.

Otro relieve que pinta de cuerpo entero a los ministros es no renunciar pese a falencias o imprevisiones de las que son responsables, actitud que además no tienen empacho en proclamarla a los cuatro vientos, como si el “¡no renunciaré!” fuera su mejor timbre de gloria. En el exterior, circunstancias semejantes provocan la renuncia irrevocable de las autoridades involucradas y aun no son raros los reportes de que lleguen al suicidio, sin descarar deslices personales íntimos incompatibles con la ética severa que la sociedad exige a sus servidores. Es que la dignidad propia debe pesar más que el apego al gobierno y a los beneficios poco claros que podría conllevar.

Un reciente ejemplo es la renuncia irrevisable -por supuesto- del primer Ministro de Corea del Sur, Chung Hong-won, a tiempo de asumir responsabilidad por el naufragio del barco Sewol, siniestro que ocasionó varios muertos y desaparecidos.

Conducta memorable en temas como éstos, pertenece al presidente de Costa Rica, Luis Guillermo Solís, quien, al jurar su mandato, con paso decidido, pero preventivo de todo culto a la personalidad, afirmó que en su gestión no se colocará placas con su nombre ni con la de sus ministros en obras públicas entregadas, tampoco retratos suyos en oficinas estatales o privadas. Proverbial paradigma cuando en el entorno geográfico prima una paranoia legataria de actos que, por comunes y poco significativos, no permanecerán en el recuerdo público. Este gesto de factura única ante los gobernantes invita, sobre todo, a ser imitado tanto por los mandatarios cuanto por distintos grupos civiles, abundantes en el país y muy amigos de infatuar con medallas y condecoraciones a quienes mejor las coticen, haciendo propicia toda ocasión.

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