Ética, no sólo cosmética

Adela Cortina

En una conferencia sobre la crisis y sus causas comentaba Carlos Solchaga la frase de un amigo suyo, que reflejaba todo un mundo: “A mí me gustaría vivir como antes, pero pudiendo”. Ese era el sueño de una buena parte de los españoles, recuperar las posibilidades del pasado con dinero suficiente como para disfrutar de ellas.

Sin embargo, para quienes creen que es bueno convertir los problemas en oportunidades de progreso, la ocasión parecía única. Incluso economistas neoliberales reconocían que las causas de la crisis no eran sólo los ciclos inevitables, esa especie de destino implacable ante el que sólo queda la resignación, sino también malas actuaciones éticas, ante las que es posible el cambio porque están en parte en nuestras manos.

Entre esas causas contaban la falta de transparencia en las prácticas bancarias, en el mundo empresarial y político, el fallo en los mecanismos de regulación y control, la falta de profesionalidad por parte de quienes actuaron por incentivos perversos en las entidades financieras y en las empresariales. Pero otras formas de actuar se extendían al conjunto de la población: la corrupción, mayor en quienes tienen más poder, pero también capilar, la maldición del cortoplacismo, que impide la reflexión prudente, o el fracaso de modelos de vida consumista.

Ante la pregunta “¿qué hacer?” las Administraciones Públicas ponen en marcha medidas de transparencia, las empresas y entidades bancarias se comprometen con la Responsabilidad Social y con la Agenda 2030 de la ONU para el desarrollo sostenible, y en la sociedad proliferan los movimientos y pactos anticorrupción. Algo hemos aprendido si todo esto prende en la vida cotidiana, si es ética y no sólo cosmética. Pero las formas de vida consumistas han cambiado poco y no llevan trazas de cambiar, porque en ellas se unen el hambre y las ganas de comer, las motivaciones personales y la dinámica económica.

Cualquier estudio serio sobre las motivaciones del consumo aprecia que el afán de emulación sigue siendo un impulso tan poderoso como cuando lo estudió Veblen. Sólo que ahora no se trata únicamente de imitar a una clase ociosa, sino también de imitar a cantantes, deportistas, gentes de la prensa del corazón, gente famosa. Consumir lo que ellos consumen, incluso lo que consume el vecino, es un deseo que puede llevar aparejado un sentimiento de injusticia: si él lo tiene, ¿por qué no yo? Y entonces el deseo de consumir se convierte en un derecho que se reclama como exigencia de igualdad.

A esto se suma el afán de sentirse a gusto consigo mismo con un new look, una nueva casa, un coche nuevo, y el de seguir los consejos de los nuevos predicadores: debes quererte más, darte más gustos, cuidarte más.

Y además en un mundo en que todo tiene que ser divertido. La meta de niños y jóvenes es pasarlo bien y la de sus padres que lo pasen bien. Pero también ejecutivos o intelectuales aseguran que hacen su trabajo porque les divierte, aun en los momentos en que se les ve agotados y muertos de sueño.

Por otra parte, al hambre se juntan las ganas de comer. Decía Adam Smith que el consumo es el fin de la producción, y que esa es una afirmación tan evidente que no necesita demostración. Pero, con el tiempo, medio y fin han cambiado de lugar: el consumo es indispensable para producir y, por lo tanto, para crear puestos de trabajo, sin los que no hay salarios ni posibilidad de vida digna. Por eso seguimos viviendo en una de esas contradicciones culturales del capitalismo tan difíciles de superar, porque hemos ligado el consumismo, no sólo el consumo, a las posibilidades de producción y de creación de empleo.

Tener por meta pasarlo bien y consumir no parecen ser formas de vida nuevas, aprendidas por haber sufrido el escarmiento de la crisis. Y lo peor no es que pueden llevar a otra crisis, sino que son incompatibles con el más elemental sentido de la justicia y la solidaridad.

La autora es Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.

ccs@solidarios.org.es

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