Como muchos acontecimientos históricos, la Revolución Francesa es conocida superficialmente y muy poco más allá de su divisa de Libertad, Igualdad y Fraternidad, salvo por los estudiosos. Lo cierto es que este movimiento instauró la democracia, llamada a imprimir un nuevo sistema de gobierno que más pronto que tarde y pese a que algunas ideologías difieran y la vean como anatema, acaba siendo el modelo y la praxis general del gobierno moderno con pocas excepciones. Los hombres ejecutan los sistemas y plasman sus bondades y defectos en último término, también en la calidad o deficiencia democrática y en sus resultados, paralelamente en ningún país anida la democracia pura y perfecta. Dicho sea de paso que la doctrina de los partidos liberales es el pensamiento democrático.
El proceso de la Revolución Francesa nos transporta a una novela de intriga y pasión, sin dar tregua a un paréntesis. Al ver la actitud y el desenvolvimiento de los protagonistas de la Asamblea Constituyente y la Convención portadoras de los cambios políticos de la Francia de fines del Siglo XVIII, pareciera haberse sellado el troquel de la conducta de los sucesivos políticos allí donde se habla de democracia representativa, como universal receta. Desde entonces se hacen visibles los vicios de la “clase política”, vicios que entonces, tal vez desconocidos, emergieron por fin de entre las tinieblas para enrostrar con la luz de la verdad. Emergen, pues, el doblez, el soborno, la traición y tantas otras debilidades. Ni Mirabeau, ídolo político y orador consumado, queda a salvo, inclusive el fanático revolucionario Dantón había coqueteado con la monarquía. No obstante, Robespierre, maestro del Terror, gana el título de Incorruptible.
Tornando la mirada a otro escenario de los parlamentarios del XVIII, por contrapartida se reconoce su erudición y elocuente discurso, posiblemente no igualado en calidad por los revolucionarios de todas las épocas, sin desmerecer el protagonismo conductor de otros hechos políticos que marcaron historia. Ahí están también los paladines del parlamentarismo inglés, por ejemplo. Impresiona la dialéctica de los diputados de la Montaña, ocupada por los girondinos y la del Llano, espacio jacobino. Rivalizaron a su vez los constitucionalistas, partidarios de la monarquía ilustrada.
No en vano los críticos y comentaristas llaman “filósofos” a los polemistas de la Asamblea y la Convención. Todos estaban persuadidos por la Enciclopedia y por las ideas de Montesquieu, Voltaire, Rousseau y otros artífices de la Ilustración. A la par brilla su versación de Roma y sus héroes para citarlos a modo de paradigma o con fijezas en torno al proceso. Tal fue el dominio de lo romano, cual si se tratase del propio acontecer galo. Sin duda, fueron las lenguas de Píndaro y Cicerón el arquetipo formativo de clases altas de Europa. No todos los diputados estaban adscritos a la nobleza o al alto clero, también fueron burgueses y pequeños propietarios y por ello su ilustración denotaba la valía del auto cultivo.
La meta final de la Revolución era la abolición de la Monarquía para sustituirla por la República, vale decir, por la soberanía popular, frente al absolutismo. El hilván de estos objetivos fue metódico, cuidadoso y no fue fácil. En el seno de la Asamblea se debía batallar con los constitucionalistas y, en principio, con la Gironda, cuya adhesión al Rey se daba modos de disimulo. Todos eran fieles a la proclamación de la Asamblea Constituyente desgajada de prisa de los Estados Generales. Al exterior del recinto se abría el frente de la aristocracia emigrada a Coblenza y no muy lejos se encontraba la Santa Alianza, liderada por Austria y Prusia; España la había financiado. La Revolución era una amenaza a la estabilidad de todos los tronos europeos y apremiaba la coalición. Se sumaban las maquinaciones de la Corona en el centro mismo de la agitación, asentadas en sus privilegios y medios disponibles, como natural instinto de conservación que, incluía, las condescendencias de Luis XVI.
Competía un odio serval contra la aristocracia y la burguesía enriquecida cuya aniquilación se buscaba con encono pero en un velado recóndito. A favor de estos fines jugó el municipio o ayuntamiento de París con alcaldes como Pethion, Balley y Chambón que formalmente no debían tomar partido, pero en los hechos lo hicieron. Los ediles no sólo alentaban y secundaban la eclosión de los arrabales de París, sino que destronado el Rey, actuaron como Poder Ejecutivo. París era el centro de la agitación social y estandarte de la rebelión, mientras que los departamentos -más conservadores- defendían las tradiciones, amén de la religión católica. La excepción fueron los marselleses, eje armado del asalto final a las Tullerías.
El sistémico y metódico desenvolvimiento de la madeja revolucionaria no pretendía, sin embargo, “quemar etapas” y adelantándose a Lenin en la estrategia de “dos pasos adelante, uno atrás”, se tomaba su tiempo, que no tardó mucho en acelerarse. Otra finalidad irrenunciable consistía en la erradicación del catolicismo y del poder que acumulaban los prelados y obispos, no todos. Bajo la alucinación transformadora la Asamblea logró la “constitución civil del clero”, dividiendo al sacerdocio en “refractario” y “juramentado”. Luis XVI resistió la promulgación debido a su profunda fe cristiana, mas terminó rubricándola. El clero había quedado sujeto a estipendio estatal, empero su constitución civil devino en uno de los fundamentos de la Guerra Civil, desatada luego del derrocamiento de la Corona.
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