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Se atribuye a Winston Curchill haber afirmado que “la democracia es el peor sistema de gobierno… excepto todos los demás”. En su sintaxis, la frase es endeble, pero políticamente de efecto enorme, sobre todo en la época en que fue dicha: 1947, cuando empezaba la guerra fría y los gobiernos comunistas se ensillaban en el poder en la Europa ocupada por el Ejército Rojo. La frase figura entre los dichos famosos sobre el vituperado sistema que, para apoyo de la expresión del estadista inglés, no ha encontrado sino intentos de aniquilarlo. El prolongado experimento soviético acabó consumido por su ineficiencia económica y su eficacia represiva. Todas esas tentativas decían que iban tras el cambio para conformar una nueva sociedad. Bien temprano, sin embargo, crearon los Gulag y acabaron con lo más esencial de la naturaleza humana: la libertad.
En nuestro catálogo nacional de expresiones sobre la democracia, pronto podría entrar en el “ranking” la dicha hace pocos días por el presidente Morales: la democracia es una “imposición occidental” y se debería volver al sistema del ayllu: decidir por consenso, y punto. En su nativa Orinoca, decía el presidente, nunca hubo voto para tomar decisiones. Tal vez los hombres que rodean al presidente no logran entender que el voto es una expresión suprema de aquella libertad y es resultado de la evolución de la convivencia humana, con muchos defectos pero superior a las mejores de las demás culturas políticas. Por ser expresión libre e individual, el voto debe ser secreto, para que nadie interfiera en la voluntad de quien decide. De otra forma, pueden ocurrir presiones para favorecer una u otra corriente, incluso dentro del ayllu, y desnaturalizar la libertad del individuo. En una expresión también de mucho efecto, decía Nelson Rodrigues, el notable pensador brasileño, que “toda unanimidad es burra”.
Los partidos políticos se forjaron para canalizar las tendencias sobre cómo organizar la sociedad y llevar adelante objetivos primordiales que contribuyan al perfeccionamiento de la persona y de la comunidad. Sin ellos no existe la democracia. Puede llamarse cualquier cosa, pero si no hay diversidad de partidos, no existen sino remedos de democracia y libertad. Los partidos expresan la pluralidad de corrientes de una sociedad sobre la forma de conducir el Estado. Y en ella el individuo es libre en cuanto puede escoger y decidir. No es libre si existe una sola opción, pues no está escogiendo ni eligiendo. Está sancionando lo que otros eligieron por él. Por eso las llamadas “democracias populares” crujieron, resultado del poder hegemónico de un solo partido, en las que las elecciones fueron una farsa. Todos eran candidatos del partido gobernante. Democracia (sin calificativos, formal o neoliberal), en fin, es el gobierno de las mayorías, con equilibrio de poderes y respeto a las minorías que, en algún momento, podrán volverse mayorías.
Que el régimen de partidos puede envilecerse, es otra cosa. Hemos tenido ejemplos en nuestra historia. Pero eso no significa que haya licencia para matar al enfermo. Para alcanzar metas cada vez más civilizadas y de convivencia armoniosa, toda sociedad debe contar con partidos eficaces, modernos, honestos y creíbles. Si no existen como tales, o si son demasiado débiles para serlo, se los debe fortalecer. De otra manera, se corre el riesgo de acabar en el despotismo y, a la postre, con graves retrocesos, incluso con aquellos avances que pudo haber costado mucho conseguir.
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