100 años de Julio Cortázar

Alpher Rojas

Mi imagen de Cortázar (1914-2014) es la de un hombre inmenso que aligera la carga de su cuerpo sobre un sofá mientras su mente multifacética viaja, con los ojos de niño agrandados por el asombro que le producen los mundos que él mismo va creando.

El horóscopo atribuye a los nativos de virgo una tendencia muy marcada al intelectualismo. Plinio Apuleyo (ese buen periodista extraviado en los tremedales del fascismo criollo, que perdió la memoria y se convirtió en un hombre sin historia), en una hermosa pieza sobre la astrología, sostiene que las semejanzas entre Borges y Cortázar provienen de su común signo zodiacal: “Ambos accedían a la realidad por el camino de los libros”. Y señala otras semejanzas, como sus inquietudes metafísicas y su afición por los juegos de laberintos. Una mente nómada en un cuerpo sedentario, en reposo sobre un sofá, es mi representación de Cortázar, siempre que lo evoco.

Su obra, se desenvuelve casi toda dentro de un nivel intelectual a veces incomprensible para sus múltiples admiradores, con una erudición que intimida al lector común. Cortázar mismo lo confesó: “Rayuela peca, como tantas cosas mías, de hiperintelectualismo”. Sin embargo, eliminar de su obra el intelectualismo equivaldría a despojar un árbol de sus hojas. O tal vez de sus raíces, porque pocos escritores se ajustan tanto como Cortázar a la afirmación de Ángel Rama, según la cual el novelista “nace dentro de la literatura, en ella se forma y desarrolla, con ella y contra ella hace su creación”.

Pero también Cortázar reafirmó su intelectualismo señalando que no podía “renunciar a lo que sé por lo meramente vivido”. El menosprecio a “lo meramente vivido” muestra su conflicto con la realidad y la preeminencia de la fantasía en su concepción del mundo. Su respuesta a lo real es otra realidad imaginaria en la que no busca crear otro mundo más rico, paralelo o superpuesto, con referencias a la realidad cotidiana, sino abrirle un boquete a la cotidianidad para mostrar que hay un puente, un pasadizo, unos vasos comunicantes que unen lo real con lo fantástico: ese hueco en lo alto de la carpa del circo donde trabajaba Oliveira (ese vago consciente), por donde se podían ver las estrellas. Eso fue Cortázar: un hombre que miraba las estrellas, con sus enormes zapatos muy bien asentados sobre la tierra. Su casa en París, de tres pisos, precedida de un gran jardín, tenía una claraboya que le permitía ver el cielo, apoltronado en su sofá.

Inútil buscar al Cortázar inconforme, al transgresor o al fantasioso, fuera de sus libros. Un vistazo a su biografía, a lo “meramente vivido”, nos deja ver un hombre de lo más corriente, sin singular forma de vida, y nada riesgoso. Todos los riesgos los asumió escribiendo. Durante por lo menos veinte años soñó con París, pero sólo viaja allí cuando el gobierno francés le otorga una beca. Y se radica definitivamente en Francia al término de ese apoyo oficial, gracias a la seguridad de un empleo como traductor de la Unesco. Ese cielo que miraba desde la tierra argentina era París, adonde necesitaba ir para cambiar de ángulo y mirar al otro cielo de Argentina desde el suelo francés.

Y desde el sofá en el que se apoltronaba a fumar infinitamente, desmadejado con sus largas piernas de trapo, como un muñeco de ventrílocuo, escuchaba jazz, tangos y música de Brahmas, y leía y leía, con su mirada extraviada en esa aventura laberíntica de su mente; miraba las estrellas sin abandonar el asiendo, y se imaginaba ser Oliveira o Lucas, o “Mantequilla” Nápoles. Era un cronopio mental y un fama práctico. El que hacía que las palabras expresaran por fin lo que siempre habían callado. El que eliminaba todo el facilismo de la narrativa tradicional; lo melodramático, la sensiblería, la ampulosidad estilística, los lugares comunes.

De ahí su fidelidad en el amor y en la política. Aurora y Carol. Cuba y Nicaragua, sus cuatro sofás. Nunca anduvo por laberintos. Los trazó con palabras para depararnos la alegría creativa y vital de la búsqueda. Prefirió la seguridad del cariño de Carol Dunlop, al que se aferró como Lino a su frazadita, porque Julio Cortázar, con su apariencia de niño asustadizo, era en realidad un niño nervioso, necesitado de amor y protección, hasta el punto de que cuando advirtió que Carol ya no estaba a su lado, se refugió bajo la cama de la muerte, ese pasadizo secreto que, según se afirma, conduce a otra realidad.

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