Filemón Escóbar y la “relocalización” cocalera

Erick Fajardo Pozo

El mito refundacional de la izquierda boliviana narra que, tras constatar la irreversibilidad del destino de la minería estatal, sellado por el Decreto Supremo 21.060 y el fracaso de la póstuma marcha “Por la vida”, disuelta en Calamarca a fines de agosto de 1986, Filemón Escóbar condujo el éxodo minero a su reasentamiento en el Chapare. Ese mismo año, diluido el sujeto social de sus “células” mineras y fabriles, los hermanos García Linera se replegaron al altiplano para organizar, con Felipe Quispe, la ofensiva armada katarista.

Veinte años después, en 2005, ambas epopeyas, la cocalera y la katarista, re confluirían para la toma del Estado tras un ciclo de construcción de la nueva vanguardia social y de ideologización de las clases medias contra el agotado modelo. Diríase en términos liricos que la “relocalización” rompió la burbuja que contenía al maoísmo que antes orbitaba en torno al sindicalismo clasista y al estado central, salpicándolo sobre las realidades y dialécticas emergentes de la marginalidad rural en altiplano y trópico.

Porque la relocalización minera no sólo fue una medida económica radical, que perseguía activar el cambio de modelo del estatismo al neoliberalismo, sino una estrategia calibrada para desmovilizar permanentemente al sujeto político del ciclo del Estado-Nación: el sindicalismo minero.

Por décadas gobiernos constitucionales y regímenes de facto cogobernaron con un poder paralelo, capaz de movilizar a miles, detener el aparato productivo y dictar la política económica del país: la COB. Y el poder de la COB residía en un sector: la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia.

El MNR estaba determinado a exorcizar el fantasma de la masa obrera, que representaba una influencia de carácter eminentemente marxista en los sectores populares y sus demandas. La “relocalización”, un retiro unilateral indemnizado, y un desarraigo geográfico que alejaba al conglomerado minero del eje central del país, fue el instrumento para el relevo del sujeto social que -vaya paradoja- ese mismo MNR había gestado con la “nacionalización” de las minas, tres décadas atrás.

Pero la diáspora minera tuvo efectos históricos y políticos entonces imprevisibles para Paz Estenssoro. La relocalización implicó una “re-campesinización” de buena parte de las 23 mil familias aymara-quechuas que habían residido al pie de los socavones del estaño y la plata desde la encomienda colonial y hasta la adopción del modelo neoliberal.

Los campamentos mineros se vaciaron y se volcaron a la colonización del inhóspito trópico, frontera natural de un Estado sin vertebración territorial. Llevaron consigo el máuser, la dinamita y la cultura de la marcha y el bloqueo. Legiones de milicianos, fogueados en la resistencia a las dictaduras y la retoma de la democracia, fueron provistos de lo que no tuvieron nunca antes, en tres siglos de mita y dos de vida republicana: territorio.

Sindicatos íntegros, con sus estructuras de “caporegimes” y falanges reprodujeron la espartana disciplina de los míticos sitios a la sede de gobierno, ya no en defensa del interés nacional, sino de un interés sectorial. La vanguardia proletaria, despojada de su sentido histórico pero plena de cultura de movilización, se convirtió en un sindicato de propietarios de minifundio, pequeño-productores agremiados en torno al lucrativo cultivo de la coca, en su variedad tropical alcalina.

Junto a las palmas, en el tinglado de alguna sede sindical, el viejo Filemón gestaba la tesis de la defensa de la “coca sagrada” y el “antiimperialismo”, proveyendo de discurso político y sentido de clase a la segunda generación del sindicalismo cocalero, que tras un asedio armado de diez años al estado, finalmente llevaría en 2005 al poder al Secretario de Deportes del Sindicato 14 de Septiembre y al “K’ananchiri” de los “Ayllus Rojos” y, junto a ellos, a Escóbar a la Senaturia por Cochabamba.

Transcurridas tres décadas de ese hito refundacional de la izquierda, encontramos al binomio cocalero-subversivo consumido en su propia paradoja teórica, convertido en la antítesis del indianismo y del movimiento indígena. Filemón Escóbar, por su parte, postula por tercera vez a legislador, en esta ocasión por el Partido Verde que plantea la defensa del TIPNIS frente al gobierno “revisionista” de Evo Morales y su “expansión de la frontera cocalera” dentro la reserva indígena.

Lamento, sin embargo, decir que el programa de Escóbar es de absoluta simetría con la “relocalización” de Paz Estenssoro; y sus efectos -mucho me temo- no serán distintos.

Pensando que una indemnización económica y su dispersión geográfica disolverían la cultura de movilización de la vanguardia proletaria de la izquierda, entre 1985 y 1990 el MNR esparció embriones de sindicalismo marxista-maoísta sobre la periferia del Eje central y el trópico, creando células insurgentes que declararon territorios “liberados” en torno a la economía bastarda de la coca excedentaria.

Hoy Escóbar acusa al sindicalismo cocalero de ser la “nueva oligarquía” que se benefició sectorialmente del Estado boliviano y advierte que él será un “dolor de cabeza” para Evo en el Parlamento. Pero plantea una “relocalización” cocalera en base a un sustancial subsidio estatal de 100 mil dólares por familia durante la próxima década, a cambio de “no plantar más coca” (Página Siete: 24/8/14).

¿Habrá algo más peligroso que potenciar todavía más a esa nueva oligarquía, capitalizándola desde el Estado antes de propiciar la legitimación de fortunas de la coca y su reasentamiento en el resto del territorio nacional?

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