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[Augusto Vera]

Contra viento y marea

Nuestro templo del fútbol


No fue el escenario de los descollantes encuentros deportivos que se disputan en otros míticos campos como el de Wembley en el viejo mundo o en el Centenario de esta parte del hemisferio, pero sin duda el Estadio “Hernando Siles” de La Paz, a 90 años de su inauguración, ha trascendido ampliamente a generaciones de futbolistas, de clubes, de periodistas y de aficionados al deporte, como el escenario más icónico de la historia de Bolivia.

Para quienes han crecido en las décadas de los 60 y 70, queda en la memoria el frontis de estilo tiwanacota que el Arq. Emilio Villanueva diseñó para lo que, en años posteriores, fue uno de los escenarios deportivos más importantes de América. No es que sus iniciales 25.000 espacios de capacidad o sus más de 40.000 actuales sean el fundamento de su estimación; algo más importante lo sitúa en la cima de su significación. Y es que por su gramado pasearon su fútbol las mejores conformaciones de los clásicos rivales del país, y no se trata de desmerecer a las también grandes instituciones deportivas del interior, pero Bolívar y The Strongest, sin apasionamientos, son, y la historia lo ratifica, los clubes más emblemáticos del medio. Ellos vienen, desde 1930, haciendo de anfitriones con escuadras que han enorgullecido a todo un pueblo.

El coloso de Miraflores no siempre tuvo las características de hoy. Ahora mismo, no es un escenario que goce de los adelantos tecnológicos de otros escenarios del mundo, pero la historia que encierra lo distingue nítidamente de las grandes obras de ingeniería que existen. Allá, en el lugar más sonado de Miraflores, se ha jugado varios partidos del todavía añorado título de campeones sudamericanos de 1963 que obtuvimos.

Pero en 1993 nuestro templo deportivo fue el escenario del delirio colectivo al lograr una clasificación en competición por primera vez a un mundial de fútbol. Una sinfonía ejecutada por once excepcionales futbolistas, apuró el ritmo cardiaco de millones de bolivianos. Allá también cayó la siempre poderosa selección brasileña por primera vez en una eliminatoria mundialista. El crudo invierno de La Paz cambió por el calor de un enfervorizado público cuando el “diablo” Etcheverry humilló a cuanto rival se le puso al frente para quedarse con la gloria de formar parte del primer equipo nacional que le arrebató el récord de invicto en esas instancias. Años más tarde, el scratch nos cobraría cara esa derrota, al relegarnos al segundo puesto en la final de la Copa América. Monstruos del orbe en el fútbol, como Ronaldo, Dunga o Romario, se encargaron de sepultar nuestras ilusiones de un segundo lauro.

Habrá quienes no estén de acuerdo con que el estadio miraflorino deba ser motivo de un respeto casi religioso. Déjenme decirles que si bien acá nunca se jugó una final mundialista de infarto, como se lo hizo en el “Azteca” de ciudad de México, ni se produjo una hecatombe como la de 1950 en que Uruguay se encargó de destrozar el orgullo de la tierra de Pelé, y no tenemos que pagar 100 euros para ver a nuestros jugadores; las historias que encierra este mítico campo deportivo que conoce de actividades paranormales, porque dicen que alguna vez fue un cementerio; los soberbios relatos de las proezas que se hicieron con el balón, como los de Cucho Vargas o Tito de la Viña, los helados de canela o las rangas de la curva norte, sitúan certeramente al óvalo de cemento entre los más notables, porque vieron a Víctor Agustín Ugarte hacer malabares y a Erwin Romero deslumbrar con su magia.

No tiene el aforo del Allianz Arena de Munich, pero ni éste ni ningún otro prodigio de la arquitectura deportiva de los asiáticos, hizo arder corazones como volcanes en erupción, ni tuvieron la entereza de soportar el desencanto colectivo ante el dolor de la derrota. Algún día podrá levantarse un campo más acorde a la población y adelantos de la tecnología, pero el “Hernando Siles” deberá permanecer como el templo que nunca se derruye, como el Estadio de Olimpia; para siempre.

El autor es jurista y escritor.

 
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