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El mito de la violencia justa

Ernesto Bascopé Guzmán

Los historiadores todavía debaten acerca de la cantidad de personas que murieron durante El Terror, uno de los periodos más brutales de la Revolución Francesa, entre 1793 y 1794. Algunos hablan de cuarenta mil víctimas, entre ejecutados y muertos en los calabozos. De ese escalofriante total, al menos diez mil personas habrían sido ejecutadas sin juicio alguno. Y como suele suceder, muchos de los asesinados por el furor revolucionario fueron gente sencilla, no aristócratas decadentes.

Ajenas a este debate académico, las personas tienden a recordar solamente unos pocos episodios célebres de dicha revolución, usualmente con imágenes y términos prestados del cine o de la literatura. Así, por ejemplo, muchos citarán la toma de la Bastilla o la ejecución de Luis XVI, imaginando, erróneamente, que fueron momentos de liberación popular o de reparación histórica.

Esta concepción, entre romántica y superficial, es perfectamente comprensible. De hecho, la vida sería aún más difícil si tuviéramos que recordar todo el tiempo los horrores de la Historia.

De alguna manera, es más sencillo y tranquilizador considerar que el balance final de la Revolución Francesa fue positivo, pues nos permitió ganar, por ejemplo, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, notable texto sobre el que se basa buena parte de las constituciones modernas. Olvidamos convenientemente que esos periodos de transformación costaron demasiadas vidas humanas. Es un terrible pasivo que todavía cuesta comprender y asumir.

Lamentablemente, aunque este oportuno olvido de las atrocidades pasadas tenga la virtud de tranquilizar a las almas sensibles, constatamos también que puede llevarnos a cometer errores imperdonables en el presente. Entre los más graves encontramos el mito, tan común, de que la violencia es una condición necesaria para la transformación social.

Es la excusa que muchos citan en la hora de evaluar los recientes actos de saqueo y criminalidad en los Estados Unidos. O bien, más cerca de nosotros, es la justificación que plantean algunos grupos delincuenciales afines al antiguo partido de gobierno, cuando sugieren que la dinamita es un “método de lucha” o que impedir el paso de alimentos a las ciudades es éticamente aceptable.

Estas personas y sus cómplices, no muy brillantes en verdad, han llegado a la conclusión de que la violencia es indispensable para modelar la sociedad según sus caprichos. Creen que porque hubo violencia en un momento determinado de la historia, deben calcar o alentar ese comportamiento para alcanzar sus utopías.

Acá cabría subrayar que los cambios sociales que hoy calificamos como positivos tuvieron lugar a pesar de la violencia indiscriminada, no gracias a ella.

En efecto, sería interesante preguntar, sobre todo a los defensores de la violencia “necesaria”, si estiman que de verdad era indispensable asesinar a diez mil personas durante El Terror, sin siquiera la cortesía de un simulacro de juicio, para asegurar el triunfo de los valores de libertad, igualdad y fraternidad.

O quizás convendría aplicar este cuestionamiento a periodos históricos con un pasivo humano aún más espantoso y con menos resultados. Al respecto, ¿qué ganó la Humanidad con los crímenes insostenibles de genocidas como Stalin y Pol Pot? Recordemos que esos caballeros, que tuvieron simpatizantes en buena parte de Occidente e incluso en Bolivia, liquidaron a millones porque era “necesario” para un futuro radiante. Futuro que nunca llegó, por supuesto.

En estos tiempos no faltan quienes alientan y justifican la violencia en nombre de la justicia social, con frecuencia desde la comodidad de sus salas de estar o frente a una segura pantalla. Con estas personas queda siempre la duda: cuando promueven la violencia ¿es por ingenuidad, ignorancia o por causa de una secreta y cobarde crueldad?

 
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