La revolución hispanoamericana 1808 - 1810:

Cómo una convocatoria que debía unir, acabo dividiendo

Olmedo Beluche


Mapa nuevo reino de Granada.

Justamente va a ser la convocatoria a los americanos para que participen de la Junta Central, primero, y a las Cortes constitucionales después, acciones que debían preservar la unidad del Reino, las que van a precipitar el debate y las contradicciones que terminarán produciendo la crisis de los siguientes años y el proceso independentista. La tónica del debate abarcaba tres aspectos: el carácter de los territorios americanos (¿verdaderos Reinos o Colonias?), el número de la representación en las Cortes (notablemente inferior al de los Reinos peninsulares) y quiénes debían ser electos como diputados (¿los altos funcionarios originarios de la península, o “gachupines”; o los nacidos realmente en América?).

Tan temprano como el 27 de octubre de 1808, la Junta Suprema Gubernativa, conocida también como Junta Central, emitió una resolución en que invitaba a los americanos a enviar representantes a ella para “estrechar más los vínculos de amor y fraternidad que unen las Américas con nuestra península, admitiéndolas de un modo conveniente a la representación nacional, tienen decretado que cada uno de los virreynatos envíe a la Junta Central un Dipu-tado” (Pág. 185). Sin embargo, los avatares de la guerra y la ofensiva francesa, así como el no haber claridad respecto del “modo conveniente”, no se formalizó la invitación sino que se mantuvo en consulta.

Recién el 22 de enero de 1809, habiéndose trasladado la Junta Central a Sevilla, es cuando se formaliza el llamamiento pa-ra que se enviaran Diputados americanos que se incorporen a este gobierno central. Era la primera ocasión en la historia que los españoles americanos eran convocados a participar del gobierno central de España, lo cual generó entusiasmo. Sin embargo, esta resolución se expresaba en términos inconvenientes al decir: “… los vastos y preciosos dominios que España posee en las Indias no son propiamente colonias o factorías como las de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española” (Pág. 186).

Al decir “dominios”, y pese a que expresamente señalaba que no eran colonias, se hería el sentimiento de pertenencia de los americanos, quienes consideraban que estos territorios eran “Reinos” de España, tan legítimos, como los de la península (Navarra, Cataluña, Aragón, etc.), al decir de François-Xavier Guerra. La respuesta crítica a esta convocatoria la dio Camilo Torres, quien posteriormente sería una de las cabezas de la guerra de independencia en la Nueva Granada, en uno de los documentos que se convertiría en referencia obligada: Memorial de Agravios. Allí argu-mentaba:

“¿Qué imperio tiene la industriosa Cata-luña, sobre la Galicia; ni cuál pueden os-tentar ésta y otras populosas provincias sobre la Navarra? El centro mismo de la Monarquía i residencia de sus primeras autoridades, ¿qué derecho tiene, por sola esta razón, para dar leyes con exclusión a las demás?” (Pág. 187).

Un Catecismo político cristiano, que circuló en Chile en 1810, dice más tajante-mente: “Los habitantes y provincias de América sólo han jurado fidelidad a los reyes de España… no han jurado fidelidad ni son vasallos de los habitantes i provin-cias de España: los habitantes i provincias de España no tienen pues autoridad, juris-dicción, ni mando sobre los habitantes i provincias de América” (Ibidem).

La cantidad de Diputados que debían integrar la Junta Central por parte de Amé-rica fue otra causal de conflicto, pues sien-do más grandes territorial y demográfica-mente que las provincias peninsulares, sólo sumaban nueve: uno por cada Virrei-nato (Nueva España, Nueva Granada, Pe-rú y Buenos Aires), uno por cada capitanía general (Cuba, Puerto Rico, Guatemala, Chile y Venezuela). Llama la atención a Guerra que fueron excluidos el Alto Perú y Quito. Se asignó uno más por Filipinas. Camilo Torres responde:

“Con que las juntas provinciales de Es-paña no se convienen en la formación de la central, sino bajo la espresa condición de la igualdad de diputados; i respecto de las Américas, ¿habrá esta odiosa restric-ción? Treinta i seis, o más vocales son ne-cesarios para la España, i para las vastas provincias de América, sólo son suficientes nueve…” (Pags. 188-189).

La elección de unos diputados que nunca llegaron a representar

Pese a estos señalamientos, estima Guerra que América procedió de manera entusiasta a la elección de los diputados que debían representarle en la Junta Cen-tral. El mecanismo de elección también fue novedoso y complejo. Para elegir al diputa-do de cada virreinato o capitanía se debía proceder primero a la elección, en los ayuntamientos de cada “capital cabeza de partido”, de tres candidatos, de los cuales se escogía al azar uno, el cual pasaba al siguiente nivel. De todos los propuestos por los ayuntamientos, el virrey o gober-nador procedía a elegir una terna, de la que nuevamente al azar se sacaba final-mente el nombre del diputado (Pág. 191).

Para Guerra el mecanismo todavía ex-presa una concepción de la representa-ción de tipo tradicional, nada que ver con la forma moderna de un individuo un voto. Aunque en algunos ayuntamientos esta-ban autorizados a elegir todos los vecinos, en la mayoría lo hacían sólo las élites que conformaban el Cabildo. Sea como sea, dominaron la elección altos funcionarios de la administración y algunas figuras des-tacadas del criollismo. Fue un proceso que no estuvo exento de controversias, no sólo por algunas denuncias de fraude, disputas entre clanes, ciudades que fueron exclui-das exigieron su derecho de participar, y sobre todo, si los españoles o “gachupi-nes” tenían el derecho de participar. La masividad del proceso fue importante, por ejemplo en la Nueva Granada participaron 20 ciudades.

François-Xavier Guerra lista los diputa-dos electos a lo largo de 1809 y sus proce-dencias sociales: Venezuela, Joaquín de Mosquera y Figueroa (regente de la au-diencia de Caracas); Puerto Rico, Ramón Power o Pover (comandante de la división naval); Nueva Granada, Antonio de Nar-váez (mariscal de campo); Perú, José Silva y Olave (chantre de la catedral de Lima); Nueva España, Miguel de Lardizábal y Uribe (¿?); Guatemala, José Pavón, (comerciante). En Chile, a inicios de 1810 habían electo la mayoría de los ayunta-mientos, menos San-tiago; y en el Río la Plata, las disputas re-trasaron la elección y, a inicios de ese año, tampoco Buenos Aires había electo su repre-sentante (Pág. 219). Ninguno de los diputa-dos electos llegó a par-ticipar de la Junta Central, pues la misma, ante la ofensiva francesa tuvo que aban-donar Sevilla a fines de 1809, para refu-giarse en Isla León, primero, y en Cádiz después, donde bajo acusaciones contra sus miembros fue forzada a dimitir para dar paso a un nuevo organismos: el Consejo de Regencia.

Un aspecto interesante del proceso elec-toral de los diputados americanos a la Junta Central, son las “instrucciones” o mandatos que cada ciudad les entregó respecto a la misión que debían cumplir, lo que debían proponer y votar. Guerra hace un análisis minucioso de los mismos con-centrándose en los de Nueva España, cuyos documentos poseía completos, se-ñalando que los mimos tenían dos niveles: lo político en sí, que expresaban una pers-pectiva bastante tradicional; y las deman-das económicas y sociales, donde se com-binaban aspectos tradicionalistas (y hasta reaccionarios) junto con demandas de modernización.

En lo político, casi unánimemente, las instrucciones se centraban en que el dipu-tado defendiera: la lealtad a Fernando VII, a la Iglesia Católica y a la unidad de la España peninsular con la americana. En un momento en que, en España, ya habían surgido fracciones liberales que proponían una reforma profunda de la monarquía limitando sus poderes, las “instrucciones” americanas no mencionaban ningún tipo de reforma al régimen político. La tónica la dan las instrucciones de la ciudad de Méxi-co, de un claro estilo y contenido medieval:

“…ante todas cosas sus atenciones y desvelos a promover por todos los medios, y con el mayor esfuerzo el aumento, y defensa de la Religión, la libertad de Nues-tro amado Monarca el señor Don Fernando Séptimo, para que se restituya en su solio, y a el seno de sus fieles vasallos, la defen-sa y conservación de la Corona, el honor de sus Armas y de la Nación que… se sacrifica a ejemplo de sus mayores en sos-tener sus libertades, fueros y privilegios” (Pág. 208).

A este respecto, la única excepción que encuentra Guerra, son las instrucciones de la ciudad de Zacatecas, la cual menciona la necesidad de reformas para establecer el “buen gobierno”, alabando la necesidad de defender la libertad de expresar sus ideas dando fin a “tres siglos de una polí-tica errada” (Pág. 212).

En cuanto a las demandas sociales y económicas, Guerra analiza los documen-tos contrastantes de tres ciudades, Oaxa-ca, San Luís Potosí y Sonora Arispe. La sureña Oaxaca, se queja del mal estado de su economía como producto de las refor-mas de Carlos III, lamenta que “los Indios no trabajan como antes”, para lo cual exige el restablecimiento de los repartimientos, la entrega de las tierras de los ejidos para su ganado y la supresión de impuestos.

San Luís Potosí, más dinámica comer-cialmente, empieza exigiendo desarrollos eclesiásticos (obispados, seminarios y hospitales), el establecimiento de una fá-brica de puros para “paliar la ociosidad de muchos de sus 25.000 habitantes”, un puerto en Sotolamarina, reformas agrarias (que guerra relaciona con una propuesta de Jovellanos), que se entreguen tierras de realengos a los indios, mulatos y espa-ñoles pobres que carecen de ellas, pero también exige el restablecimiento del repartimiento porque “mediante las deudas contraídas, los indios serán estimulados al trabajo”.

Sonora, que se queja de la ruina de la minería, pide estímulos a la producción de algodón, desarrollos eclesiásticos seme-jantes a los de Oaxaca, pero a diferencia pide el establecimiento del sistema de “misiones”, para estimular la producción de éstos, señalando que la falta de salarios para los curas hace que ellos carguen de impuestos a los indios lo que los hace huir.

Continuará.

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