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Decadente aristocracia sindical

Ernesto Bascopé Guzmán

Hace pocos días, dos dirigentes de la anquilosada Central Obrera Boliviana decidieron que el país, tan golpeado por la crisis sanitaria, merecía recibir amenazas de muerte y violencia. En su calidad de militantes apenas encubiertos del antiguo partido de gobierno, exigieron la celebración inmediata de elecciones, sin importar la evolución de la epidemia o las posibilidades de contagio masivo de la población.

Como buenos aristócratas sindicales, acostumbrados al poder sin contrapesos, dejaron en claro que no tendrían ningún problema en matar a sus compatriotas o en dañar la economía nacional, ya al borde del desastre, si el gobierno no hacía caso a su ultimátum.

Nada sorprendente en su actitud, al final de cuentas. Siguen un libreto y forman parte de la constelación de instituciones, intelectuales y periodistas que trabajan arduamente para el retorno al poder de su principal dirigente. Lo que sí resulta insólito y digno de estudio es la pretensión de hablar en nombre del pueblo boliviano, como si efectivamente esa minúscula cúpula cortesana representara a toda la nación.

¿Cómo comprender esa actitud señorial, casi aristocrática? ¿Cómo entender el atrevimiento de hablar en nuestro nombre y al mismo tiempo amenazarnos con hacer volar medio país si no se acepta su chantaje?

Podría suponerse, para tentar un análisis, que son víctimas de un severo síndrome de abstinencia de poder. En efecto, luego de década y media de complicidad con el gobierno precedente, es natural que la ausencia repentina de cargos, prebendas y privilegios les resulte intolerable. La aristocracia sindical se acostumbró tanto a recibir un trato de favor, sin incluir a sus propios trabajadores, que están dispuestos a la violencia con tal de recuperar el estatus pasado.

Luego, cabe imaginar que amenazan con muertos y destrucción simplemente porque pueden hacerlo impunemente. En tanto que buenos aristócratas, tienen la posibilidad de mandar a otros al frente, a fin de cumplir su estrategia de violencia, sin arriesgar la propia seguridad.

Finalmente, es muy posible su comportamiento de señores feudales se deba a un mito que la sociedad boliviana tolera desde hace demasiado tiempo: la idea de que los mineros, y la COB, son una especie de cuerpo de élite dedicado al cambio social o una clase superior que poseería un conocimiento total y absoluto de la historia y el destino nacionales, por encima de todos los otros bolivianos.

Este mito ha sido repetido tantas veces que forma parte indisociable de cierto folclore falsamente revolucionario que, no obstante su carácter anacrónico, sirve como marco de reflexión para ciertos políticos e intelectuales.

Y sin embargo, no es difícil observar que esta visión idealizada y romántica constituye una enorme y grosera mentira. Al respecto, señalemos el carácter conservador de una cúpula dirigente, aferrada a sus privilegios y al statu quo, incapaz de pensar, por ejemplo, en los millones de trabajadores que no tienen ningún tipo de protección y a quienes les vendría bien la ayuda de un verdadero sindicato.

En el mismo sentido, el apoyo constante al antiguo partido de gobierno es una señal de su desconexión total con la ciudadanía libre. Recordemos que apenas se atrevieron a criticar al antiguo régimen, poco, sin convicción, y sólo cuando el fraude resultó demasiado evidente.

Finalmente, resulta muy difícil de creer que unos cuantos dirigentes, acomodados y favorecidos por el poder, sean lo mejor de la sociedad boliviana. El país es mucho más complejo de lo que pretenden y no puede resumirse a un sindicato ni a su concepción retrógrada de democracia.

Bolivia no merece esas amenazas de violencia, hoy menos que nunca. Tampoco necesita de una aristocracia sindical tan ajena al país real. ¿Hasta cuándo toleraremos las amenazas de esta casta privilegiada? El futuro de Bolivia depende de nuestra respuesta.

El autor es politólogo.

 
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