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[Marcelo Chinche]

Entrelíneas

País de los bonos y subvenciones


Luego de aplicarse medidas de descentralización, liberación y delegación de responsabilidad de la gestión pública a esferas privadas, locales y regionales, como parte de las reformas estatales; las políticas sociales pasaron de enfocarse en la seguridad social y en la asistencia desde la lógica del subsidio a la oferta, a regirse por las dinámicas del mercado y los subsidios a la demanda.

Si bien este cambio priorizó a la población más vulnerable, traducido en un fuerte incentivo a su participación en el consumo de bienes y servicios, en contrapartida, las políticas sociales dejaron de ser competencia básica del Estado, dando paso a la incorporación de otros actores externos, como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y las delegaciones de expertos, cuyas orientaciones y recomendaciones son determinantes para definir los senderos de las reformas sociales en los países de la región.

Al parecer, todo ello explica la adopción de los Programas de Transferencias Monetarias Condicionadas (PTMC) que, por un lado, se convirtieron en los nuevos dispositivos de la política social y ejes articuladores de protección para incentivar la acumulación de capital humano y, por otro, dieron lugar a la concesión de subsidios directos en efectivo a sectores sociales y familias en situación de pobreza, traducidos en prestaciones en salud, apoyo escolar, así como asistencia a la tercera edad.

Varios argumentos se podría esgrimir sobre el gasto gubernamental de recursos limitados que son transferidos directamente a los pobres. Tales cuestiones deberían contemplar algunas advertencias, en razón a que la pobreza se reduce mejor mediante el crecimiento económico –al menos en el caso boliviano-, pues los esfuerzos fiscales y las capacidades administrativas al ser bajas, obligan a centrarse en proveer infraestructura básica en salud, educación, vivienda y servicios. En otro sentido, tiende a ofrecer incentivos erróneos a los receptores que, generalmente, desalientan la inversión en capital humano y el empleo.

Si consideramos ambos posicionamientos, resulta razonable apreciar que las transferencias de “bonos y subsidios” a la vasta “mayoría de beneficiarios”, habitualmente adquieren rendimientos futuros menores que la inversión en capital público. A su vez, “adormecen” las expectativas de superación de las personas, como acceder a un nuevo empleo laboral más rentable; pues al estar “acostumbrados” a beneficios que satisfacen necesidades básicas; se muestran apáticos, desinteresados y hasta en cierta forma, “bastante cómodos” por el estado en el que se encuentran y, aún más, suelen exigir e impulsar el incremento y ampliación de los mismos.

Esto de algún modo explica las continuas movilizaciones registradas en el país, de sectores y grupos sociales que exigen el cumplimiento de los mismos, llegando incluso a retener temporalmente autoridades, como fue el caso de la alcaldesa de El Alto o el bloqueo del botadero de K’ara K’ara en Cochabamba, por padres de familia que exigen pagos en efectivo de recursos del desayuno escolar.

Pero, qué otra cosa se podría esperar si durante 14 años del gobierno de Evo Morales se promovió de manera desmedida subsidios y bonos, distribuidos inescrupulosamente, con la única finalidad de ampliar su caudal de votación y popularidad. Aunque en contrapartida, muy poco se avanzó en promover acciones integrales de lucha contra la pobreza. Nunca se comprendió el viejo aforismo chino, “Dale un pescado a un hombre y comerá un día, enséñale a pescar y comerá todos los días”.

Actualmente las cosas no han cambiado, pues a los ya existentes subsidios cruzados y bonos, Juancito Pinto, Juana Azurduy, renta Dignidad, el polémico bono Lealtad a los policías en 2019; recientemente se incorporaron durante la pandemia del Covid-19, la Canasta Familiar, Familia, Universal y un cuarto denominado contra el Hambre, aunque éste último, sin recursos.

MGR. Marcelo Chinche Calizaya es docente e investigador.

 
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