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[Álvaro Riveros]

Clepsidra

Idólatras del Diablo


En un merecidísimo acto realizado la mañana del pasado viernes en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, con asistencia de la presidenta Jeanine Áñez, se rindió homenaje a los caídos y sobrevivientes de la guerrilla de Ñancahuazú, donde se destacó el valor y la entrega de los jóvenes bolivianos que enfrentaron y aniquilaron la artera invasión del psicópata argentino Che Guevara que con una pandilla de sicarios comunistas llegó a Bolivia y, sin que medie razón o declaratoria formal de guerra, iniciaron su tarea criminal, un emblemático 23 de marzo de 1967, asesinando siete inocentes soldados y tomando una veintena de prisioneros.

Un mes después de esa cobarde emboscada se desveló la verdadera intención del sayón en su mensaje a los Pueblos del Mundo leído en la Tricontinental, una entelequia creada por Cuba con la misma habilidad y propósitos del Foro de Sao Paulo y de Puebla actuales, cual es el de perennizar su existencia parasitaria.

En dicho mensaje Guevara exaltó el odio como un factor de lucha: “…odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados, dice: tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal. Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aún dentro de los mismos: atacarlo donde quiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada por cada lugar que transite. Entonces su moral irá decayendo...”. Esta fue la carta de presentación del agresor, junto a su icónica imagen que aún pervive en la camiseta y en el cerebro de muchos terroristas y con inexplicable orgullo, la lucen pegada en sus cascos algunos falsos mineros.

Bastaron sólo 200 días del vil asesinato de nuestros inocentes soldados, para que la providencia infunda en el espíritu de nuestros oficiales y tropa, el valor y bizarría suficientes para dar fin con esa aventura criminal que costó a nuestras FFAA 86 bajas, entre muertos y heridos, en todo el transcurso de su ocurrencia.

Fue un 8 de octubre de 1967, cuando los facciosos intentaban descender por la Quebrada del Yuro, que fueron rodeados por fuerzas comandadas por el entonces capitán, Gary Prado Salmón, donde luego de tres horas de combate, el Che fue capturado y, suplicando por su vida, mostró su verdadero temple timorato, muy distinto a aquel que exigía de sus combatientes. El propio Regis Debray dijo: "el Che Guevara no fue a Bolivia para vencer, sino para perder".

Curiosamente, la historia fue muy benévola con este sujeto, pasándolo de villano a héroe y ocultando todos sus crímenes. Ni a los cipayos más obsecuentes de la India se les habría ocurrido erigir recordatorios en memoria de sus esbirros, como algunos bolivianos con el Che, y menos en detrimento de sus defensores.

Los pueblos que no reverencian a sus héroes, y no enaltecen sus victorias, están condenados a la más oprobiosa mediocridad. Peor aún, si éstos se dan a la indigna tarea de endiosar la memoria de sus enemigos erigiéndoles monumentos. Ellos no merecen ni siquiera su existencia, como simples idólatras del Demonio.

 
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